lunes, 8 de octubre de 2007

Los Años maravillosos

LOS AÑOS MARAVILLOSOS




Recuerdo a mi padre ya cuando la prosperidad había sido conquistada. Era un hombre alto, ligeramente encorvado, con un rostro serio y respetable. Lo recuerdo vestido elegantemente con su terno blanco que le gustaba usar en la Hacienda, dando órdenes sobre alguna urgencia en el portal de la gran casona, con el viento revolviendo sus cabellos y la parte baja de su saco. Lo recuerdo con el gesto resuelto y maduro con la satisfacción retratada en las facciones, y con esa tranquilidad que le da al hombre haber logrado sus sueños. Lo recuerdo también sentado en la banca del gran corredor exterior a la casa, pasando la mano por la cabeza del gran Dany o dándole de beber un poco de agua a su caballo blanco, luego de haber dado una vuelta completa a las zonas de trabajo.
El gran canino que era el responsable de la seguridad de la casa y mandaba con fauces de hierro sobre toda la jauría, pero cuando llegaba el amo, se acercaba muy digno a presentar su salido. En cambio el caballo era su compañero inseparable de mil correrías, y lo conservaba desde los tiempos de los rodeos de ganado.

El gran Danny, vino desde Alemania, traído por un refugiado alemán que se lo regaló a mi padre. Era un perro noble, que de inmediato desplazó a los venerables Tony y Sultán que habían reinado hasta entonces. Era de noble estirpe, se notaba a las claras, pero nunca logramos saber de qué raza era. Era de gran tamaño y orejas de labrador. Por su parte el caballo blanco era heredero de una estirpe de caballos árabes que venía de los corrales del padre de Alfonso, gran criador de equinos de raza con fama en todo el sur de Ayacucho. Los dos animales estaban siempre en todos los actos del hombre. El caballo cuando estaba en el campo y el can cuando estaba en la casa. Ambos estaban a la altura de los acontecimientos de este hombre singular.

Alfonso Bustamante no era ateo, pero tampoco era practicante ni religioso. Tenía su propia manera de conversar con Dios. Lo hacía personalmente o por medio de una imagen de la Virgen de Fátima, que es la única ante quien alguna vez lo vimos reverente y silencioso. Cuando relataba su vida, llena de aventuras, todos guardaban silencio, aún hoy me parece escucharlo en una de esas tertulias de sobremesa de los buenos tiempos.
“Eran tiempos bravos, en esa época yo tenía casi cuarenta años. Pensaba que me quedaba muy poco tiempo para hacer todo lo que me había propuesto, sobre todo para labrarme un futuro. Hasta ese momento la vida me había sonreído. Trabajaba como un poseído, pues sólo contaba con mis manos para lograr lo que deseaba. Quería casarme con Celia, la muchacha de mis sueños. Ella lo tenía todo, era hermosa, de buena posición, y había sido educada mejor que ninguna mujer que yo conociera hasta entonces. Casi no lo logro, pues para pedir su mano había que tener con qué sostenerla, su madre, en eso, era muy recta. Y además, no era fácil llegar a Celia, porque era una muchacha que sabía bien lo que valía y lo que quería en la vida. La pérdida de los recursos que su madre llevó a Lima, la habían obligado a regresar acompañando a la madre, pero todos sabían que era un retorno solo temporal, ya que al conocer otros horizontes, ella había visto que su destino estaba muy lejos del pequeño pueblo. Como ya era una profesional y muy solicitada, pudo muy bien haberse quedado en la capital, pero la solidaridad con su madre y la íntima relación que con ella tenía la obligaron a darle su apoyo en ese retorno obligado.
Yo por mi parte recorría todo los pueblos buscando una oportunidad de hacerme de un patrimonio, para darlo como una ofrenda a mi amada.
Ya estaba cerca de la desespe-ración cuando quién te dice cholo, un buen día de esos me encuentro con mi compadre Alberto. Me trajo la novedad de que estaba cerca la construcción de la carretera que venía de la capital. Se estaba uniendo a dos departamentos y el frente de la misma estaba a pocos kilómetros de nuestra provincia, pasando por el departamento vecino. Se me vino a la cabeza la idea de ir a ver qué novedad traía la bendita carretera, porque tantos afanes y movimiento de tierras, algo tendrían que venir trayendo. Fueron unos buenos tres días de marcha en mi fiel caballo tordillo, pero lo hice con gusto, y saboreando el paisaje y el buen clima del mes de agosto.
La carretera estaría a unos buenos cuarenta kilómetros de la ciudad. Me recibieron bien en el campamento, y de inmediato hice amistad con el ingeniero residente, de apellido Martínez. Resulta que tenían necesidad de abastecerse de carne y otros productos, para el rancho de los trabajadores. El ingeniero me preguntó si podría hacerme cargo de eso, pues el muchacho que se dedicaba a esos menesteres, más paraba en plan de enamorar a las lindas muchachas que en atender su trabajo.
§ Éntrele a eso, don Alfonso, me dijo, que con usted no será en plan de empleado, sino en calidad de contratista proveedor. Y verá que le saca buenas ganancias.
§ Haremos la prueba, nunca he trabajado en eso, le contesté, pero de ganado sí que conozco bien, por lo menos no les faltará carne.
§ Trato hecho, entonces. Me tendió la mano con una sonrisa de amigo.

Y eso fue suficiente. No mediaron papeles ni documentos. A partir de ese momento, sólo contando con una relación de provisiones, se selló un pacto mejor que cualquier contrato. Además, aprendí mucho del profesional, apoyándolo muchas veces en la contratación del personal, y haciendo algunas obras que me encargaba cuando tenía que viajar a Lima para traer herramientas o hacer coordinaciones con el Ministerio de Transportes. Y cuando estaba presente lo acompañaba durante largas semanas con los ojos y los oídos bien abiertos, pues las labores de construcción de caminos siempre me apasionaron. El, por su parte aburrido como estaba, sin tener con quién conversar, gustaba de dar largos paseos por los alrededores planificando cómo se daría continuidad a las obras y corrigiendo a base de experiencia el trazo que le habían dado en los planos. Por ese tiempo, el residente de la obra encontró la forma de darme algunas responsa-bilidades, solo por el gusto de tener con quién conversar. Y cada vez me quedaba más tiempo en la obra, y el hombre me explicaba las cosas de su profesión. Bastaban tres o cuatro días para que consiguiera lo necesario para toda la quincena. Tres o cuatro chanchos, una tropilla de carneros, dos o tres vacas, y una recua de mulas cargadas de papas, verduras y lo que fuera que hubieran pedido. La provincia era famosa por su producción, así que los amigos me tenían todo preparado, para los días fijados. Yo sólo iba a recoger los pedidos. Por supuesto, me demoraba un par de días más, para hacer ver que era trabajador, y para darle vueltas a las jovencitas. Pero al regreso, le ponía mucha atención a los trabajos y a las explicaciones del ingeniero. Esas enseñanzas me valdrían mucho en el futuro.
Luego de entregar la carga, me ponía detrás de los trabajos, y trataba de aprenderlo todo, pues hechas las cuentas, se veía que era un trabajo muy rentable.
En esas estábamos, cuando se apareció caminando un señor llamado Roberto Silva, un joven de ojos claros, casi amarillos, pelo ensortijado y sonrisa pronta. Parecía un noble inglés que estuviera disfrutando de un paseo por el campo a pesar de los bueno 20 kilómetros que había caminado desde el lugar en que daban inicio los trabajos. Traía consigo una amplia sonrisa que al momento conquistaba a sus interlocutores. Era el primer ganadero que, pensando que la carretera ya estaba lista, se había aventurado por esos caminos de dios, porque le dijeron que en esta zona había grandes crianzas de ganado.
No era la primera vez que venía, ya que el ingeniero Ramírez lo trataba como a un buen amigo, le dio alcance y le dijo:
§ Ahí esta usted amigo Silva, Venega, venga que voy a presentarle a quién solucionará todos sus problemas, le dijo estrechándole la mano.
§ Siempre es un gusto saludarlo ingeniero, respondió el aludido echando una mirada hacía dónde yo estaba.
§ Le presento a don Alfonso, le dijo el ingeniero, él le puede conseguir la cantidad que usted quiera, sin ningún problema. Yo mismo le pido buenas puntas, y me las trae de inmediato.
§ Sin duda el amigo mentía, con el fin de favorecerme. Pero yo, intuyendo de que se trataba, estaba asustado, aun así quise saber:
§ ¿En cuántas cabezas está pensando, señor Silva?, Pregunté, tratando de darme los aires de un ganadero de importancia.
§ Bueno, para este primer lote, no más de ochocientas.
Casi me caigo de espaldas, pero supe disimular. El señor Silva me pareció muy joven para estar metido en negocios de esa envergadura. No parecía tener más allá de los veintidós o veintitrés años. Lo que sí tenía bien claro, era que yo jamás me iría a meter en un negocio que estaba más allá de lo siquiera soñado. No me apresuré a dar ninguna opinión, pues era obvio que el ganadero ya habría reparado en que, a pesar de la buena montura y de que gustaba de vestir bien, no era yo la persona con quién podía tratar. Lo que sí podía hacer, era ponerle en contacto con quienes pudieran manejar un pedido tan considerable. Sólo recordaba al señor Trelles, pero él no operaba por esta zona, más bien en el próximo valle, bastante alejado aún.
En la noche, ya apagadas las luces, se me apareció Enrique, el ingeniero, que me sacó al campo a dar una vuelta y me dijo:
§ He visto que eres un gran muchacho muy serio, y tienes aspiraciones que en otros no he visto. No vayas a dejar pasar una oportunidad como ésta.
§ Pero don Enrique, amigo mío, cómo podría afrontar yo el compromiso de comprar una punta de ganado como ésa? Ni soñarlo.
§ Mira, muchacho, no es preciso que entregues todo el ganado junto. El señor Silva tiene un camión esperando en el valle, cerca del río. Para el traslado debe contratar unos dos o tres camiones más. Como la carretera es nueva, no habrá más gente que se aventure por aquí. Es un ganadero moderno, no piensa en trasladar el ganado por tierra como tú imaginas, sino por camión. Eso se hace poco a poco. Si yo te garantizo con Silva, entregarás el primer lote rápido y luego vamos haciendo un cronograma de entregas y vas dándole vueltas a la plata.
§ Tranquilo, don Enrique, para darle vueltas a la plata primero hay que tenerla.
§ Eso lo vemos luego, yo mismo te facilitaré un adelanto, lo demás tienes que verlo con el ganado que tienen tu familia y tus amigos.
§ Eso ya va tomando forma, a ver pues, converse con el hombre, yo, por mi parte, pondré aunque sea mi propia alma si hace falta.
§ No te me acobardes, muchacho, confío en ti.


El hombre me hablaba como si fuera mi propia familia. Sin duda me tomó cariño, y yo también a él. Desde que me puso la idea en la cabeza, le di vueltas al asunto como un verdadero poseso, y me gustaba cada minuto más. Era cuestión de tener confianza y hacer una estrategia para hacer colaborar a los amigos. Tal vez mi madre todavía conserve algunos ahorros con lo precavida que siempre era. Su norma además del trabajo siempre fue la de guardar algo para los tiempos malos.
Tal vez me favoreció el hecho de que Silva era muy joven, y vio con naturalidad mi participación en el asunto. Con la mediación de don Enrique, se formalizó un contrato, donde figuraba un pequeño adelanto, y pagos contra entrega de cada lote de 200 animales, siendo el primero de 100 y el último de 300, Debía entregarse todo en cinco meses, antes del período de lluvias.
El precio por cabeza fue lo que más me entusiasmó, el joven pagaba entre quince y veinte soles por cabeza. Yo los podría conseguir entre cinco y siete soles, según el tamaño y peso. No quise pensar en la posible ganancia, pero para esos tiempos se trataba de dinero grande.

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