LA DANZA ROBUSTA
El molino siete leguas
En forma paralela a mis actividades yuqueras, tenía que ver la construcción del molino, esta vez todo de metal, habíamos decidido hacerlo en Lima. La idea, como se trataba de alimentos, era hacer la construcción de acero inoxidable. Lo primero que se me ocurrió fue ir a una empresa que trabajara con este acero, y preguntar sobre el costo de la chatarra de ese material, a fin de hacer fundir un bloque adecuado para ese fin.
El amigo Dorich y otros maestros me indicaron que con ese material tendríamos varios problemas. El primero era que no había un lugar donde hicieran una buena fundición. Siempre salía el interior poroso o cavernoso, que al ser torneado producía problemas, y también en el balanceado.
Otro problema era la dureza del material, que no permitiría hacer los trabajos de detalle, como las ranuras que alojarían las sierras raspadoras. Estamos hablando de un rodillo que tendría que trabajar a velocidades superiores a las tres mil quinientas revoluciones por minuto. Eso, para una máquina de ese tamaño, era de mucho cuidado.
Se resolvió escoger el bronce como el material más adecuado, por tener la dureza adecuada, pero se dejaba trabajar, y también por la experiencia de los fundidores para tratar este material. El fundido no tenía que ser una pieza compacta, sino un tubo con unas tres pulgadas de espesor, al que había que acondicionar unas tapas laterales muy sólidas, pues tenían que soportar el eje central, el mismo que soportaría todas las tensiones y esfuerzos del trabajo al que se le destinaba.
La tercera versión, para nosotros tenía una importancia singular, pues representaba el paso a la verdadera tecnología. Esperábamos pasar de una conversión de nueve kilos de papa, a cinco y medio kilos por uno de almidón. El salto era importante, por lo que nuestra atención a todos los detalles tenía que ser estricto y minucioso. Debíamos estar atentos, por una parte, a los libros de consulta, diseñar los planos, y luego hacer las adaptaciones de acuerdo a los materiales disponibles y a los presupuestos, que siempre eran una limitación.
Pero había mucho de cierto en lo que decíamos en broma. En los restaurantes de Breña, nacieron muchas criaturas de gran factura, que luego se convirtieron en máquinas de gran producción y que nos ahorraron mucho dinero en lo que los gringos llaman tecnología.
En el mercado no existían sierras adecuadas a nuestros propósitos, por ello decidimos usar las sierras normales, que usan los cerrajeros, para el corte del metal. Por ello, el diseño debía ser adaptando el rodillo a este patrón de tamaño. El largo no podía exceder las doce pulgadas. Era un poco más pequeño que la máquina europea, pero comparando las ventajas y desventajas, este tamaño era marcadamente más favorable.
Dos veces por semana, me reunía con el profesor Dorich. De maestro, lo ascendí a profesor, porque en eso se convirtió para mí. Un profesor en todo el sentido de la palabra. A él le gustaba comerse un buen plato, pero no era de ir a lugares lujosos ni nada de eso. Prefería lo que llamábamos un “hueco”, de esos que se conocen por la buena mano de su cocinera o cocinero. En Breña, donde estaba el taller del profesor, y varios con los que normalmente trabajábamos, había varios de esos lugares. Allí nos reuníamos con Dorich, frente a un buen plato de comida criolla, y yo disfrutaba viéndole la cara de satisfacción cuando ya tenía el plato al frente. Para mí, era igual estar en un lugar lujoso de Miraflores, que en un “hueco” con mi profesor.
§ Carlitos, me decía Leo en aquella ocasión. Doña Flor ha preparado un lomito fino a la olla acompañado se una yuquitas doradas que es una tentación. ¿Por que no le hacemos una visita? Y mientras hablaba se notaba que ya estaba disfrutando de una de sus delicias culinarias. Los ojos se le ponían así, los labios en una curvatura indefinible y hasta parecía que le temblaba la barbilla.
§ Es verdad Leonidas, le contestaba, no vaya a ser que se moleste la señora si no la visitamos.
§ Quién se va a molestar más es mi intestino delgado Carlitos, que de tanto protestar se va quedando cada vez más delgado.
§ Entonces hay que apresurarse Leo, que solo con mirar como pones los ojos a mí también se me hace agua la boca.
§ Bueno, no te niego que la mano de doña Flor me atraen como la miel a las moscas, si mi esposa no fuera quien es, me casaba con doña Flor. Y eso decía el lindo viejo, ya cuando estábamos entrando en el local de la nombrada.
§ Ya te escuché Leonidas- decía la buena señora desde la cocina- mira que te tomo la palabra y luego no vas a saber dónde esconderte.
§ La verdad nomás Florcita y quién dice la verdad no miente.
§ Felizmente le decía yo, que hay una buena conexión entre tu intestino delgado y tu cerebro. Cuando comes de la mano de doña Flor te funciona la cabeza que es un delirio.
§ Esa es la cualidad de doña Florcita, sus platos iluminan el alma, reconfortan el espíritu y hacen trabajar las neuronas. Y remataba su gracia con esa risa espontánea que solo él tenía en sus momentos de alegría.
Comiendo, se desplegaban los papeles, para realizar lo que nos gustaba más: Un almuerzo de trabajo. Se discutían los detalles y se tomaban las decisiones. La máquina iba avanzando en forma lenta, pero bien encaminada. Lo más importante era la resistencia del material, y que luego de torneado por el exterior y por el interior, quedara perfectamente balanceado. Para ello usamos varios sistemas de balanceo, hasta que quedó perfecto a la milésima de milímetro.
Las ranuras donde debían encajar las sierras, se hicieron cavando una ranuras hexagonales, con el lado más estrecho, hacia el exterior. Al darle velocidad al rodillo, las varillas hexagonales se orientaban hacia afuera, sujetando las sierras mediante este mecanismo. Era un mecanismo muy ingenioso, y sobre todo seguro. Los espacios estaban tan bien calculados, que la cuchilla fija se podía graduar con menos de un milímetro de espacio, y no se producía el más mínimo rozamiento.
Estábamos muy orgullosos del resultado que iba dando la tercera versión de la máquina, que hacíamos con tecnología muy bien estudiada.
Terminado el corazón de la máquina, la dotamos de un eje de muy buena calidad. También de unos rodamientos de doble propósito, que soportaban velocidad y trabajo pesado. Una chumacera de categoría, y sobre todo un potente motor de doce caballos de fuerza. Con esta máquina, haríamos en una hora lo que la segunda versión hacía en ocho horas de trabajo, y la pasta que producía estaría muy cerca de las máquinas holandesas de última generación tecnológica.
Decidimos que una máquina con tan buena performance, también debía tener buena pinta. Diseñamos su caja exterior con el apoyo de dos ingenieros mecánicos y un arquitecto. En realidad todo se hacía por amistad, y pagado sólo con cebiches bien escogidos y mejor rociados. Aprendimos cómo se podía trabajar con los amigos de los amigos. El secreto estaba en que nunca presentábamos los diseños como máquinas completas. Separábamos las partes y las hacíamos construir como si fueran repuestos, en talleres distintos. Con esta práctica, llegamos a realizar considerables ahorros. Cuanto más grande es la máquina, mayor es el ahorro, cuanto más difícil su construcción, mayor ahorro. Otra forma de ahorro consistía en comprar el material ya cortado y preparado. Las casas que se dedican a la venta al por mayor, venden el material por kilos, y con el afán de dar mejor servicio, pueden entregar el material con los cortes que se requiere, para el uso final. Cuentan con equipos y tornos grandes y hacen muy rápido estos servicios. Ello permite no desperdiciar material, y comprar lo estrictamente necesario, pagando un pequeño adicional por el servicio. Esto ayudaba mucho para acelerar la construcción, sobre todo en los talleres pequeños, que muchas veces no contaban con los equipos adecuados.
En ocasiones, llegamos a ahorrar la tercera parte del precio en tienda, o en algunos casos hasta la sexta parte de su valor real. Si a ello se suma una batería de doce o catorce máquinas para una planta de almidón, estamos hablando de un ahorro considerable.
Terminamos de construir la “Robusta” casi a fines de un mes de abril. De inmediato fue remitida a su destino, donde era esperada con ansias, casi con desesperación.
Se había dado una sobre-producción de papa, y el ente estatal llamado ENCI, estaba tratando de contratar a alguna empresa que pudiera transformar sus repletos almacenes en harina, o lo que fuera, pero había que resolver el problema. Mi hermano, todo sobrado él, les había indicado que sí podría hacerlo, por lo menos con unas doscientas camionadas del producto.
§ Loquito, me decía por teléfono mi hermano, parece que quieres que yo también me vuelva loco. Que pasa que no me mandas la máquina. Vamos ha perder el contrato de nuestra vida. No habrá ocasión mejor que ésta. Los patas de ENCI quieren ver la maquina trabajando.
§ Tranquilo Brother, le decía, cuando vean a la Robusta Siete Leguas se van a asustar de la cantidad de papa que muele.
§ Ya nadie me cree loquito, solo nos queda presentar la máquina. Ni yo mismo creo nada ya. De puro nervios me pica hasta la planta de los pies, ya no se que hacer.
§ Mira hermano, yo le he puesto la fecha tope de pasado mañana miércoles. Llueva o truene ese día embarco a la “robusta”
Asustados por la magnitud de la tarea, instalamos apresuradamente a la doña “Robusta Siete Leguas”. Al ser probada, danzaba, se comía la papa como si fueran terrones de azúcar a un ritmo de cuatro toneladas por hora. Sin muchos preámbulos o inauguraciones, tuvo que trabajar, como cualquier hijo de vecino, sus ocho horas diarias. Pero las demás máquinas, pobrecitas, no pararon en los siguientes ciento veinte días, en tres turnos, para cumplir con el pretencioso desafío del Sabio. Acostumbrar a nuestros operarios a los turnos nocturnos fue una tarea titánica. Nunca habían escuchado ellos que se trabajara en las horas que debían ser dedicadas al sagrado descanso nocturno. La única manera fue que nosotros mismos les diéramos el ejemplo, trabajando junto con ellos. Una vez que agarraron el ritmo, ellos eran los que nos desafiaban a lograr mayores metas cada semana. Estaban entusiasmados con las hermosas máquinas, y orgullosos de trabajar con ellas. De ellos aprendimos a tratar a las máquinas como a compañeros de ruta. A seres que siendo parte de la naturaleza van tomando el lugar de los dioses o los apus de nuestra gente. Se referían a la nueva máquina como mi “Robusta”, Mi Siete leguas o mi “Damita” y disputaban entre ellos para trabajar con su máquina preferida. Por otra parte, fomentamos la competencia entre las tres brigadas, para ver cuál producía más, o era más eficiente en la calidad del producto.
Fueron, no cien, como habíamos indicado, sino ciento ventitres días. Pero una vez terminado el trabajo, terminaros siendo días muy gratificantes. Nuestras máquinas, aquellos equipos que habían nacido de la forma que les dieron nuestras propias manos andahuaylinas, habían pasado por la prueba de fuego, pues no se podía trabajar más esforzadamente de lo que lo hicimos nosotros en aquellos ciento ventitres días. Me acuerdo que cobramos 15 céntimos por kilo de materia prima fresca, que en términos generales era la mitad de lo que costaba el servicio. A los contratantes no les interesaba ganar o tener utilidades, sino transformar esas inmensas rumas de producto en algo que pudieran guardar sin peligro de que se deteriore.
No sólo les dimos eso, sino que tuvieron utilidades significativas y gratificantes, pero vendieron sus existencias en dos años. Bueno, eso ya fue debido a la conocida “eficiencia” que tiene la burocracia gubernamental para hacer sus cosas. Mucho de ese producto volvimos a comprarlo nosotros mismos cuando nos faltó para abastecer a nuestra propia clientela, y llegamos a lo venderla con alguna utilidad.
La gente no podía creer la tremenda ruma que significa 3000 toneladas, para darse una idea son ciento cincuenta camionadas de veinte toneladas cada una. Por supuesto que nosotros tampoco podíamos creerlo, pues nunca tuvimos el tiempo ni la oportunidad de ver todo ese material junto. Tampoco vimos en un solo almacén el producto terminado, ya que este se fue entregando a medida que fue quedando listo. Sólo tomando la medida de nuestro inmenso cansancio pudimos aproximarnos a tener una idea de lo realizado. Fue una obra de titanes. Y nosotros éramos parte de ellos. No podíamos menos que admirar la fuerza de nuestra gente, su entusiasmo, pero sobre todo esa vocación para el trabajo que los hacía indoblagables. Y esa fama es lo que llevan al hombro los chancas, vayan a donde vayan. Y vale la pena dejar muy claro que por esa capacidad de trabajo son apreciados. No se trataba de tres turnos de ocho horas y punto, no. Terminado su turno siempre había sacos que trasladar, camiones que descargar, infinidad de sacos que había que llevar de un proceso a otro y mil tareas que siempre estaban esperando una mano y una voluntad para ponerlos en su sitio. Así se completaba cada turno con cuatro o cinco horas adicionales, que felizmente fueron escrupulosamente pagadas hasta el último minuto y hasta el último centavo.
Para los pagos de los costos fijos se usaron los adelantos otorgados, y ayudaron mucho los residuos, que se convirtieron en la fuente de alimento de inmensas granjas de engorde de cerdos. Pero la gente aprendió a darles este alimento también a las vacas, a los caballos y a los ovinos, y hasta a los cuyes, convirtiéndose en toda una fuente de incremento de peso para todo tipo de crianzas de animales a los que son muy afectos en nuestro pueblo..
Una vez entregado hasta el último kilo, que de acuerdo al contrato estaba basado en una conversión de ocho a uno, quedó una buena cantidad de producto, que por estar sucio había sido separado en lugar aparte. Como el cálculo tenía unos puntos a favor en previsión de los productos malogrados y/o podridos, una vez lavados de impurezas, reprocesados y refinados, para asombro nuestro quedaba la cantidad de casi seis toneladas de almidón. Eso lo tomamos como una especie de compensación por el esfuerzo realizado, mejor aún, por el agotador esfuerzo realizado. Al precio comercial del momento, significaban casi cinco mil dólares. De esto, se tomó una parte para dar un premio en efectivo a los esforzados muchachos, que eran nada menos que veintiocho. Lo curioso era que no habían adelgazado a pesar del trabajo duro. Tal vez se debía a que al haber tal abundancia de papa, el menú que les dábamos, a base de papa por supuesto, era abundante. Se encargó de ésta parte una pariente que de casualidad cayó un día y ofreció a preparar unos platillos en base a nuestra entrañable papa para participar en una Feria. Sin duda era una cocinera la mar de ingeniosa. Del juego se pasó a tratar el asunto en serio y se quedó a apoyarnos con el compromiso de crear por lo menos cincuenta platos a base de papa. De tarde en tarde nos sorprendía con un nuevo plato a con este maravilloso producto, que con sus condimentos y aderezos especiales quedaban muy sabrosos. Hacía muy buenos segundos, mazamorras de todos los sabores, sopas, tortas, bizcochos y hasta panes, que quedaban muy agradables. De lejos superó la meta que le habíamos dado de los cincuenta platos. Sobre todo cuando teníamos alguna visita importante de alguna universidad o dependencia del gobierno, la prima se lucía haciendo sus gala s con sus especialidades.
Fue interesante la etapa aquella en que se trato de rescatar varios platos que hacia mi abuela. De allí se pasó rápidamente a todo un programa de rescate de la comida antigua de los abuelos. Salieron unas recetas increíbles. Por ejemplo aquella que se llamaba la sopa de papa tocco o para hueca. Consistía en escoger papas grandes, hacerles una perforación donde se colocaba un relleno parecido al de la papa rellena, pero con pasas guindones y aceitunas. Luego se agregaba carne picada de varios tipos sobre todo da res, de cerdo y de pollo. Dos buena horas de cocimiento en una olla de barro y a fuego lento de leña, nos resultaba un plato digno de los dioses, por no decir obispos de buen diente. Quién probaba esta sopa quedaba encantado del buen sabor y de inmediato solicitaba la receta. Con el tiempo logramos acercarnos bastante a la receta original de nuestra abuela Honorata, pero tal vez nunca a la mano especial de ella, pero con lo logrado ya era bastante y nos dejaba satisfechos y con un hermoso recuerdo en el paladar.
También recibíamos siempre con agrado, los bizcochuelos con la receta de la abuela. Éste era un gran sustituto del pan, y siempre se acababa en un dos por tres. La única contribución que yo hice a esta colección, fueron las famosas rosquitas de almidón, con la receta de la selva. Se mezcla el almidón, a razón de un huevo por cada dos cucharadas de harina, y una vez formada la masa, se introduce en una olla con agua hirviendo. Hecho esto, se espera que la rosquita flote y se mete al horno hasta que esté crocante. El resultado es una golosina por la que mueren los selváticos y que agrada mucho a los turistas y visitantes.
Teníamos, además, una galleta arequipeña que le encantaba a mi hermano, la misma que se hacía casi exclusivamente de almidón. En una oportunidad viajó hasta allá, para tratar de obtener la fórmula. No le dejaron pasar de la puerta. A la segunda vez hasta le amenazaron, indicándole que era un secreto celosamente guardado por más de cuarenta años, y no se lo iban a entregar a ningún precio.
Parecía fácil dar con la fórmula, pues se trataba de una galleta dura, y los ingredientes, una vez analizados, eran de lo más simples. Pero por más que intentó todo tipo de formulas y combinaciones, nunca pudo sacar una galleta aceptable o parecida a la roseta, que ya era tradicional, y que resistió, imbatible, a todos los asaltos. Que organizó mi hermano. Incluso llegó a contratar a una experta en el tema, en Lima, la misma que muy oronda le dijo.
§ No se angustie, señor, es una combinación muy sencilla, en dos semanas tendrá usted la fórmula y una muestra de la galleta.
§ Gracias a Dios que di con usted, señorita, ya estaba llegando a la desesperación, le contestó el interlocutor.
A las dos semanas, se acercó muy orondo a recoger los resultados, y la señotira, que estaba adornada por varios estudios universitarios y otros estudios complementarios, avergonzada, le tuvo que confesar que había sido derrotada. Allí terminaron las búsquedas. Resignado, mi hermano comprendió que cada cosa tiene su tiempo, y desistió, pues había mil otras tareas que reclamaban nuestra atención urgente.
Cuando llegó la hora de la cobranza a ENCI, tuvimos una pequeña contrariedad. Después de los adelantos, habíamos tratado de solicitar sólo lo mínimo necesario, con la idea de ver luego la platita junta y dedicarla a la lista de máquinas que estaban esperando su turno. Los amigos de ENCI nos indicaron que la cobranza habría que hacerla en Lima, y luego de una infinidad de informes burocráticos de todos los tamaños y todos los colores.
Esta situación no nos disgustó tanto porque coincidía con el viaje planeado para hacer el diseño completo de lo que llamamos pomposamente “Tecnología Intermedia Compatible y Ecológica”. Lo de Compatible se refería a que se debían hacer plantas de acuerdo a las necesidades de cada zona. Y no esos inmensos monstruos que a menudo traía el gobierno, como una famosa planta de procesamiento de ajos, o un túnel de enfriamiento gigante, que al final operan al 10 o 20 por ciento de su capacidad y terminan paralizándose por falta de materia prima o sobredimensionamiento.
Lo de Intermedia se refería a que debíamos adaptar los equipos y maquinarias, simplificando los procesos a lo indispensable, teniendo en cuenta los recursos disponibles, evitando maquinaria innecesariamente complicada y costosa para nuestra realidad. Pero también resaltaba la necesidad de adoptar la tecnología de última generación, puntualizando que entre las dos cosas no había incompatibilidad.
Y ecología, se remarcaba, por la necesidad de que los procesos industriales no debían contaminar los ríos ni el ambiente natural. Pero eso lo logramos solamente enseñando a la gente a utilizar el subproducto en la alimentación de sus animales. Con ello no quedaba ni un balde de residuos, para contaminar nada, y se cumplían religiosamente los preceptos indispensables para una industria adecuada a las necesidades de los tiempos modernos.
Con ENCI, fue una batalla de casi dos meses, para efectivizar la cobranza. Los burócratas no podían aceptar la idea de que con esa pequeña operación de convertir el excedente de la sobreproducción en un polvo guardable y negociable, los habíamos salvado de una bancarrota económica y política. Para ellos era inaudito que la empresa privada fuera capaz de regular procesos económicos tan importantes para los pueblos. Pero aún así, ya convencidos, demoraban, buscando posiblemente un premio, algún soborno o algo parecido. Cuando reparamos en ello, acordamos que no daríamos ni un sol a quienes habían esperado sentados a que la solución llegara a sus manos suavemente. También convinimos en que cada sol y cada centavo de sol, lo habíamos ganado sudando la gota gorda, con sus días y sus noches, bien trabajados y mejor ganados.
Para agilizar los trámites, tuvimos que colaborar en las ventas del producto, demostrando a los hombres de escritorio que se trataba de un producto noble y con buena demanda en el mercado. Así tratamos de ablandar las manos y conciencias burocráticas. Cuando les demostramos que era un producto fácilmente aceptado por el mercado, ellos de inmediato respondieron creando una oficina de comercialización. Como todo ente burocrático esta destinado para durar y crea los mecanismos para su propia supervivencia, esta oficina demoró más de dos años en terminar de vender lo que habíamos producido en ciento veintitantos días. Fue todo un récord. Pero a la larga a nosotros nos sirvió de mucho, ya que nuestra empresa en expansión en varias ocasiones necesitaba hacer entregas urgentes de pedidos y a veces nos faltaba el producto. Entonces recurríamos a los guardaditos de ENCI, y les comprábamos buenos lotes, los que entregábamos con prontitud, quedando como una empresa eficiente y solvente.
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