lunes, 8 de octubre de 2007

DANZA DULCE


DANZA DULCE

La caña de Azúcar

Cuando llegué a la propiedad, ya teníamos tres hijos. Varón el mayor, mujercita la segunda y varón también el tercero. Luego tuvimos otros dos, producto de esta tierra de promisión. Suficientes alimentos con qué mantenerlos y educarlos. Qué más podía pedir, sino fuerzas para trabajar.
La Biblia nos habla de la tierra prometida. Si el hombre vive pensando que tiene que buscar su tierra prometida, debo decir que es totalmente cierto. Todos tenemos nuestra tierra prometida. No sólo lo he experimentado en carne propia, también en la vida de algunos amigos cercanos. Todos tenemos nuestra tierra prometida, solo tenemos que buscarla. Si encuentras algo que te satisface completamente, que llena tu espíritu, tus ilusiones, tus ansias, todos los resquicios de tu yo más íntimo, ¡ésa es tu tierra prometida!. Y eso fue lo que pasó conmigo en Auquibamba. Me sentía tan colmado de satisfacción, que todos los días agradecía a Dios, a mi querida Virgen de Fátima, y a mis Apus protectores.
Con base en este punto de apoyo, trabajamos muy fuerte, con mi equipo de colaboradores. Era maravilloso trabajar con esas inmensas máquinas, que constituían el corazón de este centro de producción. Hasta ahora, no logro explicarme cómo fueron trasladadas estas inmensas máquinas a los fundos de este valle. Se llevaron en una época en que no existían carreteras. Cada bocamaza, pesaba más de una tonelada, y era de fierro compacto. Además de infinidad de equipos, como las ollas de las falcas, que eran de bronce muy pesado. Traté de encontrar una respuesta entre los trabajadores más antiguos, pero nadie supo darme una explicación cabal.
Cada máquina, cada equipo, constituían para mí un verdadero tesoro. Parecían partes de un museo, por su hermosura y acabado, pero un museo vivo, porque cada día daban su cuota de producto valioso y buscado por mil clientes, que no nos dejaban hacer ningún esfuerzo para su comercialización.
Se producía leche, queso, manjar blanco, y una incomparable mantequilla. Se comercializaba también ganado vacuno, caprino y ovino. En la línea industrial, se producía azúcar, chancaca y aguardiente. En la línea agrícola, se producían tubérculos y raíces como papa, camote y yuca. Se producían verduras como cebollas, lechugas, acelgas, y todas aquellas del clima templado. Se producía maíz, y los cereales principales, como cebada, trigo y avena. Se producían frutas, cacao, café. Estas últimas eran producto de las huertas, para el consumo interno. Pero qué bien se comía. Qué bien comían todos los trabajadores. Ése era un atractivo para tener siempre a los trabajadores contentos, y deseosos de contarse entre el plantel. Era una acción lógica, si se producía en forma tan abundante, parte de esta producción tenía que entregarse a los trabajadores. Algunos de estos productos, se entregaban ya procesados, como la harina, el trigo pelado y otros cereales, ya listos para su consumo. Con esos productos, la gente se alimentaba bien, en las cocinas de los campamentos.
En general, se llevaba una buena vida. Todos tenían lo necesario, y lo suficiente para vivir bien, satisfaciendo sus necesidades. Y la organización se fue mejorando, con buenos sistemas de control, y con acciones que se evaluaban según las metas que nos fijábamos, dando prioridad a las actividades más rentables. Yo empleaba únicamente el sentido común. Planteaba con una lógica elemental, aquello que debíamos hacer. Pues lo que diera más dinero. Luego preguntaba si era posible aumentar la producción en esas áreas. Si la respuesta era positiva, allí era donde se concentraban los mejores hombres y los mayores esfuerzos. Otro criterio elemental era que, si tenía que pagar, mil soles mensuales a las propietarias, yo debía ganar eso multiplicado por tres, fuera de todos los gastos de la producción. Así que mi cuenta era sencilla. Un tercio para los gastos cotidianos, y un tercio para cumplir mi meta de comprar la tierra. Si con lo que yo les pagaba a las dueñas, ellas podían vivir bien en la ciudad de Lima, con una suma igual, yo debía dar también una buena vida a mi familia. El otro tercio era para proyectar un buen futuro para todos. El pan para mayo. O el ahorro sagrado.
Si había que esforzarse poco o mucho para lograr esas metas, ése ya era otro problema, simplemente ésas eran las metas, y había que cumplirlas. Generalmente era muy difícil hacerlo, pues eran metas muy altas, pero nos valíamos de todas las herramientas que estuvieran a nuestro alcance para cumplirlas. A veces no se lograba la meta mensual, pero esto era secundario, pues juntando las metas mensuales, se debía cumplir y hasta sobrepasar las metas anuales. En tres años, logramos acercarnos a lo planteado, y a partir de ello, se empezó a poner una meta mayor.
En general, se trataba de hacer una organización autosuficiente, que produjera todo lo necesario para su consumo interno, y luego de ello, lo necesario para su comercialización en el pueblo vecino y en otras ciudades.
Era interesante ver que la actividad industrial se complementaba magníficamente con la agrícola y la pecuaria. Los productos de la agricultura eran insumos para la industria. Los subproductos de ésta, mantenían muy bien al ganado, como las hojas de la caña, la misma caña molida, y como tenía aún restos de azúcar, era un buen alimento y fibra para el ganado, por lo que se molía y se mezclaba con otros alimentos, para las raciones del ganado. Aprovechaban el alimento residual, y la fibra era magnífica para el proceso digestivo. Los animales se mantenían hermosos y redondos. Los residuos de los animales, y de la industria, abonaban las chacras, haciéndolas mas fructíferas. Era un círculo de férrea potencia productiva, que bien administrado, permitía buenos excedentes, y mejores satisfacciones.
La gente se alimentaba cuatro veces, para mantener un buen tren de trabajo. Un buen desayuno, consistente en un plato de comida, sus panes y su tazón de cereal precocido, conocido como ulpada. Era una especie de sopita ligera con dulce, preparada con harina precocida de los principales cereales y granos. Era muy consistente, y un buen sostén alimenticio. A las nueve, tocaban las campanas para el paico o pequeño descanso. Cada peón llevaba su ración al trabajo. Buscaban un lugar sombreado, y comían un refuerzo del desayuno, consistente en una porción de cancha o maíz cocido con queso, un trozo de carne seca, o algo parecido. Un refresco completaba el refuerzo. A la una en punto, tocaba la gran campana de la torre, anunciando la hora del almuerzo. A esta hora sí se desplazaban los trabajadores a pie, en carreta o en lo que hubiere, hasta los comedores de los campamentos, para tomar sus alimentos. Éstos consistían en una buena sopa, un segundo consistente, a base de carne o menestras, y un tercer plato, que podía ser una mazamorra de diversa índole y sabor.
Si los trabajos se realizaban a mucha distancia de los campamentos o viviendas, los ayudantes de la cocina eran los que se desplazaban hasta la zona de los trabajos, llegando a la hora oportuna para repartir los alimentos.
A las cinco de la tarde, nuevamente tocaba la gran campana, dando por terminada la jornada del día. Los trabajadores, esta vez ya no se apuraban. Se recogían con lentitud, algunos se daban el trabajo de recoger un poco de pasto para alimentar a sus cuyes, que a veces les gustaba criar, para luego llevarlos a sus comunidades, pues los animales del valle eran más grandes que los de las alturas.
El trabajo real era de nueve horas. Ahora, al pensar en lo que eran esas jornadas, pues eran duras. Nueve horas es mucho, y nueve horas de ese tipo de trabajo, era realmente un esfuerzo grande. Pero si vemos el otro lado de la moneda, también llegaremos a la conclusión de que gracias a esa fortaleza, esa gran raza peruana ha logrado sobrevivir. Es realmente admirable esa fuerza, ese coraje con que toman el trabajo. Pero no solamente eso, sino principalmente esa filosofía, diferente a la del occidental y cristiano. A diferencia de éste, cree firme y profundamente, que el trabajo no es un castigo, sino un regalo de Dios y de la naturaleza. En las comunidades andinas, jamás sobra el trabajo. Cada hijo es bienvenido, y es tomado como un don, pues cada uno trae el pan bajo el brazo, y nó solo el pan suyo, sino que el esfuerzo adicional que puede producir, es compartido como un beneficio en toda la comunidad..
Yo siempre traté de respetar esas grandes herencias de mis trabajadores de las comunidades. Mi filosofía era que lo que producíamos ellos y yo en conjunto, lo debíamos repartir solidariamente. Lo que producían las máquinas, eso sí podíamos repartirlo entre las dueñas y este humilde colaborador, sin remordimientos.
Por eso me preocupaba en dar a mis trabajadores un trato justo. Una buena alimentación, y apoyo en todo lo que significara progreso personal en sus propias chacras. En promedio, ellos trabajaban para mí unos cuatro meses al año. Los restantes, lo hacían en sus propias parcelas. Si necesitaban semillas de mejor calidad, se las conseguíamos. Si requerían mejorar su ganado, se les daba un padrillo de buena raza. Si no podían comercializar sus productos, se los vendía como si fueran de la hacienda, y se les entregaba el producto de la venta. Era una asociación de mutuo beneficio, en donde se respetaban reglas mínimas, y todos salían ganando. Es cierto que las propiedades donde vivían todos, eran del fundo. Ellos podían cultivar las extensiones que necesitaran, con sólo solicitarlas a tiempo, y disponer de los recursos para su cultivo y mantenimiento. Si se dedicaban a la crianza de ganado, igualmente podían tener la cantidad de animales que les fuera posible cuidar. Yo sólo les pedía, en compensación, trabajar los cuatro meses que les correspondían, por lo que se les pagaba un salario un poco mayor que en el resto de los fundos de los alrededores. El fundo tenia casi trece mil hectáreas, y por mucho dinero que se invirtiera, jamás se podría aprovechar a cabalidad las extensiones apropiadas, por lo que los pobladores de las comunidades, si sabían trabajarlas, tenían una prosperidad respetable. Y si sabían ahorrar, y no beberse el importe de los cuatro meses de trabajo, eran los hombres más prósperos y respetados de sus comunidades.
Lo que me apenaba mucho era que no daban mucha importancia a la educación de sus hijos. Mi esposa libró una titánica lucha para que, por lo menos durante los cuatro meses que trabajaban, trajeran a sus hijos, para que recibieran parte de los cursos correspondientes a su edad. Sencillamente, consideraban un desperdicio ir a las clases, en vez de dedicarse al trabajo. Y lo curioso era que, después de dedicarse toda la familia a un arduo trabajo, al final de éste, la máxima expresión de orgullo era derrochar todo lo ahorrado en una gran fiesta del pueblo. Ciertamente, debíamos respetar las costumbres de nuestro pueblo, pues ellas venían desde tiempos remotos, y cada herencia del pasado tenía hondas razones y motivaciones. Pero poco a poco logramos que los dirigentes aprendan algunas cosas que les permitían acrecentar su prestigio dentro de sus comunidades. Lo más difícil fue darles un poco de educación. Los niños que iban a la escuela eran el hazmerreír del resto de niños y objeto de crueles burlas. Solo poniendo mano dura y obligando a todos a que vayan medio día a clases se logró algún avance. Para Fina que había estudiado en San Pedro, fue tal vez el reto más grande de su carrera. Enseñar gratis a unos niños que hacían todo lo posible por escaparse al campo, donde eran felices.
Lo otro fue más fácil, enseñarles a ahorrar. Ese trabajo le di a mi sobrino Lucho, que se entendía muy bien con los peones. Este me propuso que se les pague al final de los cuatro meses de trabajo. Si necesitaban algo se les de adelantos en víveres u otros que ellos necesitaran. Al final se descubrió que la mejor manera de que ahorren era obteniendo animales ya sean cabras, los de las partes bajas, ovinos o vacunos. Rápidamente se encariñan con los animales y los cuidan bien. Luego la leche y sus derivados daba un motivo más para que los sigan criando. Así prosperaron muchos y llegaron a tener hermosos hatos.
Lo que les gustaba era que yo les garantizaba la compra del ganado en el momento que ellos tuvieran la necesidad de venderlos. Para superar su natural desconfianza puse una balanza para pesar los animales y un precio por kilo del peso total. Eso les obligaba a mantener buenas pasturas y traer los animales gordos y bien alimentados. Era bueno ver sus anchas sonrisas cuando los animales pesaban más de lo que ellos habían calculado.
Yo no tenía inconveniente en pagar buenos precios, ya que con mi antiguo amigo Silva, teníamos un trato que permaneció en el tiempo. Pagaba bien para llevar el ganado a Lima, donde había establecido una red de contactos de primer nivel y este pequeño empresario moderno era accionista de un camal en la capital con lo que se garantizaba buenos precios y que trataran bien los matarifes, que en ese entonces como ahora ya eran unos buenos pillos. Por mi parte ese buen trato me permitía hacer otro tanto con los míos. Yo no era partidario de robarle al débil para mejorar una magra economía. Mi táctica era parecida a la de Silba, dar buen trato y buenos precios para incentivar la crianza. A esto le agregaba la entrega de sementales mejorados y buenas terneras, animales que me traía por encargo Silba en sus camiones, con un flete preferencial. Mis vecinos quedaban asombrados por la cantidad y calidad de los animales que había en mis corrales de engorde y me perseguían pidiendo la receta. Yo se las daba sin ningún empacho, pero siempre creían que se trataba de una broma de la cual se reían de buena gana y yo me reía junto con ellos.
Esa política y darles algunos premios e incentivos a los que entregaran el mayor número de animales al año, me permitió ser una de los primeros proveedores de Roberto Silva, el comerciante más destacado y moderno en ganado que tubo todo el departamento. Cuando se es ganadero, recibir un torete de pura sangre de regalo es sin duda un lindo regalo.

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