DANZA LA DAMITA
Era a principios de octubre, cuando se terminó la construcción y la Damita estaba lista para la prueba. No había donde armarla, pues el taller de mi amigo era muy pequeño. De todas formas, queríamos probarla antes de llevarla a la sierra, donde todo, hasta conseguir un perno de dureza especial era un problema. No había pues, en esos años, ninguna facilidad en nuestra tierra, y por ello era más meritorio hacer empresa a pesar de todas las dificultades.
De todas maneras llegamos a realizar algunas pruebas en el taller de otro amigo, pero no con la tranquilidad que deseábamos, por lo que resolvimos hacerlo ya en el mismo lugar de su instalación. En Andahuaylas, en el corazón del ande del Sur. Tierra grande, fecunda, como la madre más esmerada.
Por su parte, el Gran Capitán, como le decíamos al viejo de cariño, se había convertido en un experto guía profesional, que hinchado de orgullo conducía a todos sus visitantes y amigos a través de las modestas pero eficientes instalaciones de la por entonces pequeña fábrica. Todo el pueblo quería conocer cómo era la primera empresa dedicada al procesamiento e industrialización de la papa. Sobre todo los productores, que eran los proveedores de materia prima, cada vez que entregaban su carga, luego se paseaban en todo el recinto como por su casa, hablando como si fuera su propia chacra. El viejo comentaba.
§ Jovencitos, si no me ponen alguien que me ayude, a partir de la próxima semana voy a empezar a cobrar a cada parroquiano que quiera conocer la fábrica.
§ No te quejes, padre, le contestábamos, bien que te gusta recibir los vinitos que te trae la gente, para que les hagas pasear por tus dominios.
§ Es que ya me tienen cojudo, apenas me estoy sentando llega otra delegación, a veces dos juntas, y no sé...
§ La gente comenta que estás sacando más el pecho. No te preocupes, te harás más famoso de lo que eras en Abancay, y otra vez serás alcalde o subprefecto
§ Ya no quiero saber nada de esos asuntos. Sólo sueño con ver un edificio grande en este terreno y que esté llenecito de máquinas.
§ No te preocupes, papá, para eso tienes a tus cholos, que todos los días están pensando en cómo mejorar todo esto. Los demás están recorriendo el Perú entero para completar lo que falta.
§ Ese loco del carajo, qué pues estará viendo en la selva. Aquí es donde debería estar, donde está el trabajo.
§ No te preocupes, vendrá como ha prometido, y con buenas noticias.
Efectivamente, llegamos no sólo trayendo buenas noticias, sino la máquina secadora completa, y acompañados del infalible maestro, que no había resistido la tentación de ver su obra en su día de inauguración.
Empaquetamos cuidadosamente a la “Damita” y nos embarcamos con rumbo a la tierra.
§ Yo no pido nada, amigo Carlos, sólo un plato de comida y un camastro donde dormir, y te pondré a la “Damita”, funcionando en un dos por tres.
§ Pero allá estamos en plan de campamento, Leonidas, no hay comodidades.
§ En campamento he vivido 20 años de mi vida, Carlitos, así que con eso no me impresionas. Por nada del mundo me pierdo el día en que probemos la máquina.
§ Así sea pues, pero eso sí, déjame pagar tus pasajes, por lo menos.
§ Está bien, mi amigo, pero que conste que yo voy, así tenga que pagar los pasajes. Además, estoy con unas ganas locas de comerme un platito de chicharrones de esa tierra, no creas que me he olvidado.
§ No sólo chicharrones se podrá comer, sino todo lo que produce esa linda tierra.
Así fue en efecto, Leonidas Dorish llegó cargado de la “Damita” y su prodigioso maletín de herramientas. De inmediato procedimos a plantar cuatro inmensos postes de eucalipto de quince metros de largo, para que sirvieran de soporte a la “Damita”. Se cimentó bien en una base de cemento y se le dio una estructura adecuada, con tres plataformas o pisos, para la instalación de los equipos que nuestra engreída requería.
Toda la instalación duró casi ocho días. Los últimos ya nos comíamos las uñas, puesto que hasta ese momento, no sabíamos el verdadero resultado que nos daría.
Lo que me daba mucha confianza era que en los últimos días, en un antiquísimo libro de ingeniería química que me facilitó un amigo, había leído que si el almidón secado en el sistema flash, era sometido a una temperatura elevada, mayor a los sesenta grados, no sufría modificación, siempre y cuando sea por menos de treinta segundos, recomendándose asimismo un rápido enfriamiento. Éste era mi secreto, el mismo que compartiría con los demás, sólo si el aparato o “la aparata”, porque era femenina, resultaba adecuada y eficiente para nuestro objetivo.
El castillo que se armó, se convirtió en todo un símbolo. Se instaló en el centro del terreno, y con su techo de protección parecía un mirador turístico, más que un sostén de damiselas. En el último piso tenía una plataforma, que acondicionamos con sus barandas, paredes y ventanas, que se convirtió en un verdadero atractivo.
El día fijado para las pruebas, no sabemos por qué mecanismos, seguramente el muy popular radio bemba, los amigos se pasaron la voz, y para mayor nerviosismo nuestro y del maestro Dorish, había una buena cantidad de gente reunida.
Procedimos de todas maneras, ese recordado ocho de diciembre, a prender la máquina. Escogimos ese día, porque era el cumpleaños del padre, y en cierta manera, todo lo que hacíamos era en homenaje a él, y a su trayectoria de Titán del trabajo y a su preocupación por la sociedad.
Ya estaban preparados unos seis sacos de almidón rallado y se dio la señal para la prueba. Con su horno prendido, se encendieron los motores. Para nuestra sorpresa, la “Damita” empezó a tocar un pito parecido al de los trenes o los barcos. Esto era porque en el diseño se había reducido un poco la salida del vapor de aire. Al salir el éste con fuerza, era como el viento en el pico de una botella.
Por supuesto, se alarmó con eso a toda la población. Vino la policía, los bomberos, los funcionarios municipales y todo títere con cabeza que se creía con derecho a averiguar qué era lo que pasaba. Al final, todos se quedaban sorprendidos por lo que estábamos haciendo, y se sumaban contentos a los demás espectadores. En poco tiempo, la gente llenaba todo el patio. Nosotros, afanosos, nos ocupábamos de dar de comer su alimento a la “Damita” y recibir su entrega.
Está demás comentar que la operación fue todo un éxito. La máquina se portó maravillosamente. El almidón ingresaba con una humedad de 40 % y en pocos segundos salía totalmente seco. El algunos casos, si entraba con mayor humedad, era cuestión de indicárselo a los operarios, para preparar el producto adecuadamente.
La gente reunida, policías incluidos, hacían todo tipo de comentarios, a cual más descabellado. En contra de nuestra costumbre, mandamos a comprar unas cajas de cerveza, para celebrar con la gente allí reunida. Ellos correspondieron con el mismo entusiasmo, y se armó una jarana de rompe y raja. Los vecinos que eran famosos como músicos trajeron sus instrumentos, guitarras, acordeón, violines y hasta un órgano apareció en escena. La fiesta se empalmó con los festejos por el cumpleaños de nuestro padre. Estos deben haber sido los festejos que disfrutamos con mayor emoción y alegría en muchos años.
La tensión en que habíamos trabajado desbordó en esos momentos. Se convirtió en una satisfacción íntima. En el orgullo que da el haber alcanzado una meta, juntando voluntades, manos y cerebro. Es muy clara la sensación cuando atraviesas una línea, y sabes que ya estás al otro lado. Para nosotros dejó de ser un misterio la palabra “tecnología”, para convertirse en nuestra aliada, nuestra cómplice y en futura fuente de satisfacciones. Cuando nos dimos el abrazo con mis hermanos, sólo pude comentar disimulando algunos lagrimo-nes:
§ ¿No crees que valió la pena que el vendedor aquel de Alfa Laval nos jodiera tanto en el orgullo, y que sin querer motivó todo esto?
§ Si quieres que sea franco, loquito, cuando hicimos el primer croquis de la “Damita”, yo estaba casi seguro de que no lo lograríamos.
§ Espero que ahora sí se nos quitó el temor a las máquinas y a la tecnología.
§ Creo que sí, compadre, el problema es que esa palabrita se esconde detrás de una montaña de logros y conocimientos, y la mayoría no están dispuestos a pagar el precio.
§ Por ahí es por donde nos agarran los gringos, y conociendo nuestro miedo a la técnica que es tan simple, la adornan con foquitos de colores y espejitos y terminan por jodernos.
§ Es una gran verdad que la tecnología es algo muy simple, pero también, si no conoces el camino es inaccesible. Puede estar frente a tus narices, pero no la ves, y tienes que despejar el horizonte comiéndote el triple de información que los gringos, porque tenemos que buscar a tientas.
§ El camino está ahora despejado, manitos, a ver hasta donde llegamos.
§ El amigo Dorish, había hecho grandes migas con nuestro padre. Viéndolos juntos compartiendo esa alegría, que en muchos años no habíamos visto en el rostro del viejo león, nos pareció que todos los esfuerzos estaban bien empleados, y mucho más hubiéramos dado por ver de nuevo esa sonrisa de satisfacción, que sólo recordaba de los tiempos remotos en que tenía sus tierras, su Auquibamba, Santo Tomás y Ahuanuque, cuando era el tiempo de la cosecha.
Dorish notó que lo estaba mirando y se acercó a nosotros. Y dijo.
- Gracias, muchachos, por este momento que con gusto comparto con ustedes.
- Gracias a ti, Leonidas. Sin la magia de tus manos y tu experiencia, no tendríamos nada.
- Todos necesitamos de momentos como éste, en que nos sentimos hombres completos, y que para algo bueno estamos en el mundo. Por eso les digo gracias, sobre todo al flaco, que con su insistencia y sus ánimos, me ha obligado prácticamente a hacer cosas que ya no pensaba.
- Ni te pongas sentimental, Leonidas, pues apenas hemos empezado. Sólo hemos abierto el camino, aún esta por venir lo mejor.
- Mejor ni le pregunto que está pensando este flaco, de verdad que es bravo. Mejor me voy a tomar un vinito con vuestro padre, es buenazo como conocedor de vinos.....
Esa semana terminó de lo más lindo. El papá, se repartía entre los proveedores y los visitantes, que se habían incrementado gracias al llamado del silbato de la “Damita”. La gente ya no necesitaba más pretextos para visitarnos, el silbato era suficiente, después ni siquiera eso. El viejo optó por poner una banca en la antesala, en la que cabían seis o siete personas. Cuando estaba llena la banca, los invitaba a pasar en grupo, para el consabido recorrido. Nos encantaba verlo tan ocupado. A fin de cuentas, ese fue el objetivo principal. Si en vez de ello hubiéramos optado por enviarle una pensión o un dinero para sus gastos, él hubiera optado por no recibirlos, ya que era impensable que estuviera como un jubilado, sin hacer nada.
Finalizando la semana emprendimos viaje, yo a mis ocupaciones selváticas y Dorish a su pequeño taller. Pero el hombre, a quien habíamos compensado en lo posible por todo el tiempo que nos había dedicado, regresaba a su barrio con una cara muy diferente. Valorizando su aporte, este hubiera sido impagable. Por ello, quiero reconocer públicamente el valor de este verdadero artista de los metales, y cuyos hijos, la mayor parte también torneros, incluyendo algunas mujeres, deben rendirle el homenaje que realmente le corresponde.
Yo, por supuesto, llevaba en la maleta el diseño del nuevo rotor que queríamos fabricar para la tercera versión del molino pulpeador. Esta vez queríamos hacerlo de metal, para que la precisión que nos indicaban los libros técnicos nos permitiera acercarnos a los que usaban en Europa. Pero felizmente, disponía de más tiempo, pues en mi empresa, las actividades iban decayendo, por falta de pedidos. Pero déjenme contarles algo de ese capítulo en plena selva peruana.
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