lunes, 8 de octubre de 2007

DANZANDO CON JEBEROS

DANZANDO CON JEBEROS



Fue toda una lección conocer este pueblo. Al principio nos parecía que el secreto estaba en la falta de apego a los bienes de la tierra, con esa fuerza de quererlo como una propiedad solo mía. Y ese desapego había hecho más buena a esta gente de Jeberos. Pero resultó todo lo contrario. Era un amor por todo, pero en conjunto. Lo principal, que pocos pueblos logran entender es al ser humano. Todo lo demás se administraba teniendo en cuenta ese bien supremo. ¿Cuántos avatares habrán sufrido para sobrevivir antes que encontraran esos dos productos que ahora les daban tranquilidad y economía suficientes. Seguramente la lucha por la vida les enseñó a enfrentar juntos a la naturaleza, para asegurar la sobrevivencia. Ahora era tan natural que respondía a una conquista hermosa, y ahora consientes de ella la defendían y se sentían orgullosos. No había muchas fuentes de conflicto. Si a eso le agregamos que cada uno estaba ocupado en su tarea, no había mucho tiempo para el pleito o para el conflicto. Si alguno tenía una necesidad extraordinaria como mandar a sus hijos a estudiar en la universidad, en primer lugar el mismo joven ya contaba con sus ahorros, pues todo su grupo generacional trabajaba con ese fin, planificando con anticipación el viaje del muchacho. Generalmente ese tipo de gastos eran compartidos por todo un grupo de muchachos y se iba cumpliendo poco a poco. El primero que lograba salir, de inmediato buscaba una fuente de trabajo para apoyar el traslado del resto del grupo, y una vez establecidos seguían cooperando entre ellos hasta lograr los objetivos que se habían propuesto. Lo que le faltaba era entregado por todo el clan familiar. Y si aún faltaba dinero, toda la comunidad le entregaba lo necesario. Luego el beneficiario veía la forma de devolver la que había recibido. Podía quedarse a vivir en otro pueblo si así lo viera conveniente, lo que no podía olvidar era la deuda que tenía con los suyos. Y esta era calculada y reintegrada escrupulosamente.
Bueno, y con estos excelentes amigos hicimos una relación de las mejores. Primero hablamos con la cooperativa. Con el apoyo de las monjas, quienes eran socias de esta organización, tenían un mercado casi seguro, orientado hacia Iquitos y Pucallpa. Para convencerles de que nos vendieran una parte de su producción tuvimos que batallar mucho. Convencerles de que no tenían que abandonar a sus clientes, sino sólo darles un poco menos. Y para atendernos a nosotros, aumentar la producción. Eran unas excelentes asesoras de sus cooperativistas y muy duras de pelar, pero al final resultaron unas excelentes socias, por su seriedad y cumplimiento. El temor natural era que como éramos muy jóvenes, nos dejáramos llevar por el entusiasmo y luego dejáramos de comprar lo que habíamos prometido. Las monjitas se encargaban de la educación de los niños de la mitad del pueblo, pero trabajaban igual que un lugareño en la casa de trabajo. Cuidaban con singular cariño a sus hermanos como ellas los llamaban y trataban de librarlos de cualquier pelígro a su sistema de vida.
El trato se culminó con la construcción de una planta de procesamiento, no tan completa como la del señor Cahuana, pero de acuerdo al sistema que había entre ellos, acordaron un turno para cada socio de acuerdo a su volumen de material. Allí también se llegó a un acuerdo salomónico rápidamente. La máquina ralladora hacía el trabajo de 20 personas, por lo que desde el inicio les encantó cómo trabajaba dandoles apoyo en la parte más pesada del proceso. Pero lo que definió las cosas a nuestro favor fue cuando vieron nuestra secadora o máquina Flash. Este era un aparato que secaba en pocas horas lo que ellos se demoraban días. Consistía en un tubo de 20 metros por donde circulaba aire caliente con gran fuerza movida por un ventilador. El producto entraba húmedo y salía totalmente seco en pocos segundos. Todos querían trabajar en él, y a los jóvenes los volvía locos. El combustible para calentar el aire era la leña, producto que era abundante en aquella zona llena de vegetación. La máquina no hacía todo el trabajo. Siempre había que extender el almidón en la plaza, para que se oree un par de horas. Pero era de gran ayuda porque en ves de estar dando vueltas al producto todo el día con un azadón, cada dos horas se recogía y se empezaba a alimentar a la máquina. Apenas se levantaba una cantidad y ya otra era extendida inmediatamente. Durante el día se hacía cuatro veces esta operación, con lo que se aumentó la producción por cuatro. Solo esos dos equipos llevamos a Jeberos. No quisimos maquinizar todo porque nos asustaba la idea de que pudiera hacer aquella gente con su tiempo libre. Todo lo demás lo seguían haciendo a mano y cada minuto de labor nos parecía una conquista diaria de la felicidad. ¿Será este pueblo algo parecido la sociedad de los antiguos Incas, quechuas y chancas de nuestros andes?. Este pueblo de raza indefinible ¿será un rezago de aquella portentosa cultura nuestra, mezclada con alguna expedición de conquistadores perdida en la selva? Definitivamente los rasgos no eran de nativos. Tampoco completamente blancos. Era como un crisol de razas, en cuyas facciones se asomaba rasgos de varias características. Ojos de varios colores y formas, labios de diversas formas, pómulos de distintas y vertientes
Con los comerciantes fue más fácil, pues a ellos lo que les interesaba era un mejor precio, y ello sumado a la mayor cantidad, era un fuerte incentivo. Varios de ellos se organizaron para hacerse cargo de las máquinas y con ellas trabajar con la otra mitad de la población. Qué bonito era trabajar con la gente teniendo por delante el beneficio común, con una buena intención y confianza entre las dos partes. Para eso había que tener los corazones limpios, y eso nos enseñaron estos hombres, campesinos pero íntegros y verdaderos señores de la selva. Ahora decirles comerciantes era una cosa, pero la realidad más que comerciantes eran una especie de coordinadores de la otra mitad del pueblo. Con ellos hacían lo mismo que las monjitas hacían con la otra mitad. No había rivalidad entre los dos grupos, por el contrario había mucha colaboración. Y las monjitas educaban a los niños más jóvenes de todo el pueblo. Los almacenes de los comerciantes eran de todos y todos habían ayudado en su construcción. Si es cierto que se beneficiaban con alguna utilidad de los productos que vendían, estos eran muy pocos ya que el mayor consumo era de productos que el mismo pueblo producía. Y en los trabajos también estaban al igual que el resto, solo los mayores, ya cargados de años eran dispensados de los trabajos más duros y su labor consistía en formar parte del consejo directivo.
Regresamos con un cargamento de seis toneladas. El viaje era bastante complicado, por un pequeño río había que navegar hasta el río Marañón, y allí había que esperar, en un campamento y almacén que habían construido los pobladores, el paso de las naves de gran tonelaje que transitaban de Iquitos hacia Pucallpa. La salida era fastidiosa, porque las lanchas no podían sacar más de tres toneladas por cada vez, por el poco caudal del río. El trayecto llevaba asimismo más de seis horas, haciéndose pesado. Pero el paisaje tenía increíbles vistas. Había fauna y flora de todo tipo, de vez en cuando veíamos esos saurios, que estaban muy orondos tomando el sol en la playa. Aves de todo tipo acompañaban nuestro viaje.
Ya instalados en el campamento, los comerciantes que nos acompañaban nos advirtieron sobre la necesidad de ponerse un pantalón de refuerzo, para prevenir el ataque de los zancudos. La tarde oscurecía y nos pusimos apresuradamente los pantalones, pero ni siquiera eso fue suficiente. Los bichos, de tamaño excepcional, como nunca habíamos visto, nos atacaron sin piedad. Sus aguijones atravesaban la ropa, dos pantalones incluidos, dándonos un castigo tremendo. Tuvimos que protegernos con todos los trapos que encontramos, y por último meternos al interior del mosquitero, para esperar en calidad de presos la venida del nuevo día, que también se llevaba consigo los molestos picadores. Lo curioso era que en el pueblo no había estos molestos chupadores de sangre. ¿Sería tal ves por el suelo arenoso y que no permitía el empozamiento de las aguas de lluvia?
Mediando la mañana, apareció un barco de plataforma, los que en la región llaman chatas, que aproximándose a la orilla, recogió nuestra carga y con ella a los dos aventureros, con destino hacia Pucallpa. Nos despedimos de los amigos, que habían tenido la delicadeza de acompañarnos y prestarnos sus lanchas de transporte hasta este lugar.
Durante el viaje a Pucallpa, recién tuvimos momentos de tranquilidad. Ambos teníamos gran afición por la lectura y habíamos cargado con varios libros en este viaje. Hasta ese momento no habíamos tenido tiempo para leer siquiera un pequeño párrafo. Ahora era la ocasión de hacerlo y a eso nos dedicamos, acariciados por la brisa del río que a su vez alejaba a los zancudos. Y por momentos nos entregamos de lleno a gozar de ese paisaje portentoso escuchando algunas anécdotas de los viajeros, que como habitantes de esos parajes tenían a flor de la lengua incontables cuentos y leyendas de cada lugar por el que pasábamos. El lanchón acoderaba en los pueblos de cierta importancia y dejaba carga, como también la recibía. Todo se hacía con una lentitud increíble. Era definitivamente otro país, en donde todo tenía su propio ritmo y su propia velocidad. Había que habituarse a ello o mejor aún aprender a disfrutarlo. De esa manera nos dedicamos a bajar en cada pueblo y preguntar por la persona que cocinara mejor en la localidad. Buscábamos a la persona y así llegamos a probar platos suculentos que no conocíamos. Aprendimos a apreciar ese tacacho con charqui que era una delicia. A saborear los diferentes tipos de hongos que los lugareños saben preparar de mil maneras. Y que decir de esos pescados famosos como el zúngaro y el paiche, reyes de los ríos amazónicos y delicia de la mesa de los charapas. También probamos el caimán, la tortuga y la sopa de pirañas. Esos pescados que son el terror de los bañistas pero que en un buen caldo son un plato suculento. Y en un pueblito pequeño encontramos a un chino que había tenido el atrevimiento de fundar allí un chifa. Nos entró la curiosidad ya que el chifa tiene la propiedad de ofrecer principalmente verduras. Quisimos ver en que tipo de avión traía el chino los ingredientes de sus platos cantoneses. Pura sonrisa nos recibió el chinito, pero a la hora de presentar los platos nos dejó completamente asombrados. Había adaptado los ingredientes locales combinándolos magníficamente y dándoles un toque oriental que solo nos quedó felicitarlo. Nos presentó el armadillo con un sabor increíble que superaba cualquier carne de cerdo. Había reemplazado este tipo de carne por las locales huanganas. Criaba varios ronsocos esos roedores gigantes. Y su corral estaba lleno de gallinas de chacra, con lo que sus caldos ganaban mucho en sabor. Y por sus platos desfilaban sin amilanarse monos, loros y ronsocos y hasta la febril sachabaca o tapir. No le hacía asco a las tortugas charapas y se había convertido en el rey de los pescados al vapor. Y las verduras habían sido remplazadas por los palmitos, los hongos y una variedad de calabacines que él mismo enseñó a cultivar. Y un plato extraño fue una cahihua amarga que a los primeros bocados era imposible de tragar, pero una vez echo al ambiente era un plato imposible de superar, sobre todo si era acompañado de un buen arroz de la mera selva y un armadillo bien picadito y frito en una salsa agridulce.
§ Chinito tu venir a Lima, le dijimos.
§ Lima sel una vaina, sólo para pala hombre muy jodido. Lima no gusta. Decía el buen hombre
§ Allí harías una fortuna chinito porque eres un gran cocinero
§ Yo tau en Lima, Allí bandido todo quitau. No gusta Lima. Aquí la gente buena y sabe comel de todo como en mi país. Hasta las alañas come.
§ Con eso debes estar contento porque no te cuesta nada cazar las arañas.
§ El monte tenel de todo, palece glan despensa, pelo hay que pagal bien a los cazadoles.
Se había instalado muy bien el oriental. Sabe dios de que desencuentros estaría huyendo. Pero en ese pueblo perdido había encontrado su destino y dos chinitos pequeños que se le trepaban por las piernas eran fiel testimonio de ello. Su esposa, una linda nativa, no tenía mucha diferencia que él, sobre todo en los ojos jalados.
Desde el punto de vista comercial, el viaje había sido un éxito, pues no iríamos donde el otro chino, Juan, con las manos vacías. Llevando las seis toneladas de Jeberos, el poco que habíamos encontrado en Pucallpa, y lo que había avanzado el amigo Cahuana, sumado a nuestra propia producción, hacía una camionada de veinte toneladas. No era mucho desde el punto de vista del chino mayorista, pero dadas las circunstancias, era más de lo que él mismo esperaba, pues eso, con su famosa mezcla, se convertía en cuarenta toneladas, toda una proeza, teniendo en cuenta las circunstancias del rubro almidonero.
Solo con este lote, quedaba pagado el adelanto del chinito, y nos quedaba un regular saldo de utilidad. Juan quedó sorprendido por la respuesta tan rápida que dimos a sus urgencias, así que nos dio un adelanto un poco mayor que el anterior, pero no mucho, a pesar de que su urgencia era cada vez mayor. La sorpresa para él fue que como importador manejaba muy bien la información y se suponía que estaba al tanto de quién producía cada cosa y cuánto, y dónde. No se explicaba de dónde habíamos sacado lo que ahora le entregábamos. De allí venía su desconfianza, pero al ver el cargamento completo quedó muy satisfecho. Y cuando el chino reía lo hacía con gran despliegue de facciones y ya no se le notaban para nada los ojos, era pura cara de contento.
Con los socios, resolvimos entregar al chinito sólo lo equivalente a su confianza y buscar otros caminos para comercializar nuestro producto. No teníamos por qué embarcarnos en esa situación para resolverle sus problemas a él, si él mismo no estaba dispuesto a arriesgar lo necesario en la solución, a pesar de que nosotros ya le habíamos indicado en que dirección estaba la misma.
Con esa decisión dividimos el trabajo. Mario se encargaría de la búsqueda del mercado. Yo, de fomentar la producción de diez plantas de producción, a lo largo de la ruta que ya estaba más o menos definida. Herman, como estaba cerca de nuestra planta, se encargaría de ver ésta y de la parte del transporte que caía en su zona.
El secreto de nuestra estrategia residía en hacer una cadena cuyos eslabones sólo nosotros podíamos juntar. Para cada planta pondríamos la maquinaria que fuera necesaria, por la que no cobrábamos nada o si era costosa, se cobrara lo mínimo posible, mientras nos vendieran el almidón a nosotros. Recogíamos el producto en la misma planta de los productores. Pagábamos al contado y si era necesario el crédito, era con cheque y fecha segura de cobranza. Y en cuanto al producto comprábamos el almidón sin refinar, solamente granulado.
Luego en Lima procedíamos a refinarlo, sometiéndolo a una molienda primaria y luego por los tamices de refinado, terminando con una segunda molienda y el refinado final. Era un proceso trabajoso y lento, pero nos propusimos hacerlo en previsión de que si implementábamos las plantas completas en cada lugar, podrían tentar a los comerciantes inescrupulosos, dejándonos a nosotros con el problema de tener colocado el producto y al final no disponer de él. Lo otro era que resultaba muy costoso hacer una refinadora en cada planta, y los propietarios no estaban en condiciones de solventarlo, ni nosotros tampoco. Y lo más importante, la relación de clientes estaba guardada bajo siete llaves con acceso solamente a dos socios de la conquista. Herman no participaba de las ventas ya que atender su empresa de aerotaxis le tenía preso en la selva. Pero atendía muy bien la producción de nuestra planta y remitía los lotes con mucha regularidad.

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