DANZA LA RUEDA HIDRAULICA
Siempre fue así. En nuestra más tierna infancia, vivíamos dando vueltas alrededor del gran trapiche comedor de caña. Era el corazón de toda la propiedad. Alrededor suyo se daban todas las demás cosas. Pero lo que daba vida a todo era el trapiche, con su gran rueda hidráulica. Ellos eran los latidos, el centro que daba la fuerza a todo lo demás. Nosotros nos encaramábamos encima de esta gran máquina, y recibíamos sus vibraciones como otros recibían la leche materna.
Mirando las cosas desde la torre de calicanto que orientaba y dividía las aguas en cataratas para los diversos usos y necesidades, veíamos a todos los hombres, afanándose como pequeñas hormigas alrededor de la gran rueda y el molino. Hasta las parejas de grandes bueyes, que arrastraban la caña en sus carretas, se empequeñecían ante la gran máquina. Y las mulas, que traían su carga de los lugares inaccesibles para los bueyes, se reducían dando su tributo a la diosa moledora de todos los cargamentos que eran depositados a sus pies.
Todos los demás dependían de ella. El ganado lechero comía los despojos de la máquina, el cogollo de la caña, y el bagazo que salía de sus fauces. Y con eso, luego se ordeñaba una leche dulce que no necesitaba nada más para tomarla.
El gran torno de seis metros, trabajaba sólo para darle a la gran patrona sus piezas de recambio.
Las baterías de centrífugas, su vida no tendría sentido si no hubiera chancaca para ser refinada en azúcar.
Las grandes pailas de cobre de tres mil litros cada una, no tendrían qué cosa hervir, si no hubiera suficiente jugo de caña.
Los hornos, igualmente usaban el bagazo seco que botaba la señora, como combustible.
Y las grandes falcas, qué cosa destilarían si no hubiera cantidades de chicha para destilar en magnífico aguardiente.
Y todos los campos, los tractores y los arados, y trescientos hombres, no se daban abasto, aunque trabajaban trescientos sesenta y cinco días de cada año, cultivando y cosechado la maravillosa caña de azúcar, para satisfacer el hambre descomunal de esas fauces inagotables.
Era mágico observar desde la torre del campanario, que todo giraba en torno a la gran diosa, y nosotros ser parte de todo ese conglomerado. Pero más regocijante era vibrar junto con ella, dándole de comer su alimento favorito. Y nunca te cansabas haciéndolo, pues ella te trasmitía un poco de su fuerza concentrada. Y si había mucho apuro, te mandabas un par de varillas de caña y recuperabas la energía rebosante que se requería para atender todas las exigencias de la gran ordenadora de las cosas.
Esa gran rueda debe haber marcado mi destino. Desde entonces, nunca me pude apartar de las ruedas de molino. Viajé por la selva muchos años, por la costa otros tantos, y muchos más en la sierra, pero nunca lejos de las ruedas de molino. Unas grandes y otras chicas. He molido granos y cereales. He molido tallos, como caña de azúcar . he molido tubérculos, como la papa y el camote. He molido raíces, como la yuca, y por último he molido hasta piedras, en una empresa minera, para la extracción de minerales. Unas lentas y otras muy veloces. Pero he vivido marcado, en todos y cada uno de los días de mi vida, por las ruedas de molino. Y he vivido de la “Danza de las Máquinas”, y danzando yo mismo con las máquinas. He molido todo lo susceptible de ser molido, tratando de encontrar el sentido de la vida, para mejorar las cosas y las vidas de las personas con la ayuda de las máquinas y su alegre danza que les da vida, para poder vivir también la nuestra con decoro.
Estoy convencido de que las máquinas tienen vida. Una vida muy suya y muy propia, pero vida al fin. Y debe ser una buena vida, por que es una vida que engendra vida.
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