DANZA CUESTA ARRIBA
Las primeras máquinas fueron así de sencillas. El problema era que una vez que uno se mete en este tipo de asunto, luego te va enamorando de tal forma, que sabes cuando entras, pero nunca cuando saldrás. Una vez que tuvimos caminando las maquinitas, nos pusimos a observar cuáles serían los cuellos de botella para tener una producción de cantidad y calidad, de forma que le diera una buena rentabilidad al viejo.
Llegamos a la conclusión de que se necesitaba una buena molienda. Mucho mejor que la que estábamos haciendo, por supuesto. Con esta molienda, de nueve kilos de papa, sacábamos un kilo de almidón. Para estar cerca de los rendimientos de los holandeses teníamos que acercarnos a los cinco kilos, por uno de almidón. No había que inventar nada, ya todo estaba inventado, y sólo había que tratar de acercarse a los estándares de los mejores.
El segundo problema era que toda la masa molida, si bien es cierto que se filtraba muy bien, en las actuales circunstancias, si se aumentaba la cantidad de molienda, se necesitaba procesar con mayor rapidez la masa, para lograr una calidad apropiada.
El otro problema se concentró en el secado. Por el momento secábamos al sol, y con pequeñas cantidades era suficiente hacerlo así. Pero si se tenía en cuenta una producción continua, se debía hacer de manera mecánica y que se produjera aunque hubiera lluvia. Era la única forma de estandarizar los costos. Producir todos los días, llueva o truene, se convirtió en nuestra consigna.
Los problemas generales, los pusimos en la necesidad de producir con la calidad, la cantidad y a los mismos precios que los productos importados. Creo que comenzar con esas premisas nos sirvió de mucho, pues teníamos un norte a dónde dirigirnos y un reto que todos los hermanos estábamos dispuestos a asumir.
El método fue ponerse a producir, y paralelamente se harían las máquinas, con el perfeccionamiento que requerían. El molino le tocó a Víctor. Se trataba de construir una rueda rotatoria, que raspando o rallando los tubérculos, hiciera una pulpa lo más fina posible. Cuanto más fina la pulpa, mayor era la recuperación de almidón. La primera rueda, por supuesto, igual a la yo había hecho en la selva, era de madera, a la que habíamos acondicionado una cubierta de hojalata, como esos ralladores de zanahorias que emplean las amas de casa. Hicimos un gran rallador, con el que cubrimos todo el rodillo. Lo montamos sobre unas buenas chumaceras y luego le acondicionamos una caja de protección y unas tolvas de entrada para los tubérculos y de salida para la pasta molida.
Con esta máquina, a la que dimos la velocidad de unas 1200 revoluciones por minuto, se producía una molienda áspera y gruesa que no nos satisfacía. Los únicos contentos con ella eran los criadores de cerdos, que al enterarse de la cantidad de subproducto que se estaba generando, se acercaron a pedirnos si les podríamos vender esa masa ya despojada de almidón. Claro que para nosotros era una bendición, pues nos devolvía la tercera parte de lo invertido en la materia prima. Para los criadores de engorde también fue una gran noticia que hubiera una empresa que tenía todos los días tres toneladas de subproducto. Así podían engordar veinte o treinta animales, en ves de cinco o seis como lo hacían corrientemente. La medida eran las latas.
Pronto era corriente ver una fila de señoras con sus latas haciendo cola para comprar afrecho, como dimos en llamarlo. Y dejaban dinero fresquito que ayudaba a solventar las compras de los proveedores.
El otro beneficio estaba en que ya no teníamos que contaminar el río. Ellos se llevaban hasta la última porción de molido. Nosotros solo les dábamos la facilidad de poner el producto sobre una superficie que filtrara la mayor cantidad de agua.
La segunda rueda, la hicimos a los pocos meses, tratando de mejorar la primera. Desde el principio, el tamaño escogido fue de doce pulgadas de largo, por doce pulgadas de diámetro. Hicimos tornear un buen trozo de madera dura de eucalipto. Debía quedar un tambor perfectamente circular. Previamente le atravesamos por el centro mismo un eje de buena calidad. Luego de torneado, lo calibramos bien, como se hace con las ruedas de los automóviles.
Quedó sedita, como un trompito, y al darle velocidad, no tenía ninguna vibración. Fue en ese momento que se nos ocurrió darle mayor velocidad que a la primera. Llegamos a las 1,800 r.p.m. Luego le acondicionamos unas pequeñas sierras de las que usan los mecánicos para cortar metales. Sujetamos todo con dos fuertes aros a los dos extremos. Ya teníamos la segunda versión del molino raspador o Ultra Rasp, como le pusimos de nombre, a imitación del modelo americano.
Con esa nueva versión redujimos la conversión a siete y medio kg. De papa, por una de almidón. Era un gran avance, y le daba al proyecto mayor rentabilidad.
Mientras que nosotros estábamos en esos afanes innovadores, el viejo estaba contento haciendo producir la pequeña instalación. Qué gusto nos dio verlo regresar a sus mejores días. Ahora en pequeño, pero con la misma solvencia de antaño, trataba a los proveedores, concertaba las ventas, animaba a los productores y se contactaba con otras ciudades, con el Cuzco, con Sicuani, Ayacucho, Puno. Estaba pendiente de las fiestas, pues hoy, como antaño, todavía se estilaba en las fiestas religiosas, la preparación de las ricas bizcotelas o bizcochuelos en su molde de papel.
Pero lo que lo dejó más sorprendido fue que cuando viajó a Lima, vio que allí el mercado era amplio y no tenía que preocuparse tanto, ya que los compradores eran tan numerosos, que por más que la producción creciera mucho, siempre habría a quien vender.
Más sorprendido aún quedó al ver que la fécula se empleaba en todo tipo de industrias. Y más que como alimento, se usaba como insumo industrial.
§ Quién te dice, viejo, este productito se usaba para la industria textil. Allí nomás hay para colocar cientos de toneladas, comentaba con sus amigos.
§ Y quién lo diga, don Alfonso, y en qué diablos pues, lo emplean ellos, ni modo que hagan gelatina y de eso se hagan hilos.
§ No vas muy desencaminado, don Mario. Resulta que efectivamente, hacen una especie de gelatina reforzada con otros productos, y con eso engoman el hilo que va saliendo de la máquina, para que éste salga derecho y bien aplicado.
§ Vaya con el cuento, don Alfonso, y segurito luego lo sirven como postre.
§ No venga con vainas, Mario, lo que hacen luego es tejer la tela, y ésta queda muy bien formadita. Luego la lavan y botan todo el almidón. Y ese producto que tanto nos costó hacer, se va por el desagüe.
§ Pero no es para lamentarlo, Alfonsito, pues mejor que así sea, ya que a medida que crecen las fábricas textiles, comprarán más almidón.
§ ¿Y no le conté lo del papel? En toda la masa que hacen para el papel, compadrito, le meten cualquier cantidad de almidón, dizque para pegar la fibra grande con la fibra chica. Esa vaina yo no la comprendo, lo que me gusta es que en todo le meten almidón.
§ Como que en todo, compadre Alfonso, tenga cuidado con sus palabras.
§ Ya se me va saliendo por la tangente, compadre Mario. Le digo que lo usan los chifas, para los jarabes, las pastillas, los caramelos, los helados. Caray, no hay casi nada en lo que no entre este producto, es para quedarse admirado.
§ Y no solo admirado, compadre. Lo he visto regresar muy contento y seguro con la bolsa llena, ¿no?
§ Bueno, la verdad es que se vende bien, compadre, no nos podemos quejar. El problema es que producimos todavía muy poco.
§ Como que poco, antes lo veía loco buscando clientes, y ahora resulta que se produce poco?
§ Así es la vida pues, compadre. Lo que pasa es que hay que salir a buscar mundo.
§ Vaya con el compadre Alfonso, ahora encima nos basurea.
§ No compadre, estamos trabajando para todos, o Ud. no me ha vendido 20 toneladas de papa.
§ Pero de tercera nomás, compadre.
§ Pero antes no sabía qué hacer con esa tercerita. Ahora tiene Ud. a su amigo, que le comprará todo y por adelantado.
§ La verdad, compadre, es que están haciendo una gran obra y nosotros nos sentimos orgullosos como andahuay-linos.
Cuando se arrancó el segundo molino, la máquina tamizadora quedó chica. No podía filtrar la cantidad de masa producida, que prácticamente se había duplicado, debido a la velocidad y a la mayor potencia del motor del que la habíamos dotado.
Fue un descubrimiento grato, que sólo cambiando el caballaje del motor , se aumentaba considerable-mente la producción.
La tamizadora era rectangular, y para darle mayor eficiencia le habíamos dado doble movimiento. Una agitación hacia delante por medio de un eje excéntrico y una vibración por medio de un contrapeso. Esta máquina estaba dotada de cuatro duchas e iba expulsando la masa ya trabajada por una tolva delantera, que era recogida en unas carretillas en el extremo lateral y era trasladada cada vez que se llenaba.
Tuvimos que cambiarle de tamiz, el mismo que era de acero inoxidable. Aumentar su tamaño y su ancho, y dotarla de más duchas, y dos personas para operarla con la ayuda de una manguera de agua. Solo así se pudo procesar el aumento de producto.
Pero ése fue el momento oportuno para pensar en la máquina que habíamos visto sólo en fotos, donde el vendedor de Alfa Laval, en los tiempos de la ingenuidad. Pero esa máquina se quedó grabada en mi memoria como una ilusión, como una mujer inalcanzable de la que te enamoras, y sólo el tiempo te va indicando que con trabajos y buena voluntad, lo podrás lograr algún día.
Pero ese día aún no había llegado. Era el momento de trabajar en otro problema urgente. Con el aumento de la producción se presentó la necesidad de secar más rápido el producto. Esos grandes quesos de doce a quince centímetros de alto, que sacábamos a orear al sol, primero los hacíamos desmenuzar manualmente, para que perdieran más rápido la humedad. Aún así la velocidad no era suficiente. Mandamos hacer grandes ralladores y con la ayuda de varias señoras y jovencitas rallábamos esos grandes bloques y los extendíamos por todo el patio. Al final teníamos casi media hectárea de terreno completamente blanco, con el almidón expuesto en grandes mantadas y secándose al sol. ¡Era un espectáculo bello!. ¡Para nosotros era bello! Sabíamos el esfuerzo que había costado llegar hasta allí. Como comentaba mi hermano.
§ Una ruma de papas, de diez toneladas, son apenas 1,200 kilos.
§ Si vemos el flete que se ahorra, ya es una buena utilidad, le contestaba yo.
§ Ya no viaja la tierra, ni el agua, ni la cáscara y fibra, sólo la carnecita, decía con entusiasmo.
§ ¿Y por qué a nadie se le ocurrió esto antes?, le preguntaba curioso.
§ Cada cosa tiene su tiempo y su momento, contestaba filosófico él.
Pero teníamos siempre el problema de que si llovía, no había cómo secar, y si seguíamos produciendo, se juntaba el producto de varios días y los primeros empezaban a oler mal. Seguramente era por la proliferación de organismos indeseados.
Así que agarramos nuevamente los libros y a buscar una solución apropiada para el secado. Sí, ésta se convirtió en una costumbre muy saludable. Todas las soluciones estaban en los libros, sólo había que saber buscarlas. Claro que en algunos casos no era tan sencillo, pues al tener un tratado técnico, éste no se podía comprender, si no se estudiaban previamente otros de introducción en el tema. Si sumamos todos los libros técnicos que juntamos con el propósito de solucionar cada uno de los temas que se nos iban presentando, al final sumaron mas de doscientos gruesos libros, y otros cientos de folletos y revistas.
La solución estaba en un túnel de secado, en el cual se instala una batería de bandejas en varios pisos, dentro de un túnel al que se le inyectaba aire caliente, para que arrastre la humedad. Durante casi tres años, este artefacto permitió secar buenas toneladas diarias de producto. La limitación estaba en que no se podía pasar de los sesenta grados de temperatura, pues sino el almidón se modificaba. Así que teníamos que controlar constantemente el termómetro de ingreso.
Luego del secado, la cosa ya era muy sencilla. Sólo había que refinar el almidón en un aparato igual al que sirve para cernir la harina panificable, dotada sólo de una tela más fina. Luego se envasaba en bolsas de papel de 25 Kg. ¡Y al mercado se ha dicho!
El túnel de secado no me dejaba dormir tranquilo. Era una operación muy lenta y engorrosa. Y sobre todo, te daba un límite. Cada 24 horas, sólo se podía secar una tonelada y media. La empresa, y sobre todo los pedidos, estaban creciendo, pronto tendríamos que rebasar esa cantidad largamente.
El problema del secado me había tocado a mí, dentro del reparto de responsabilidades. Donde iba, estaba buscando alguna solución. En los libros ya había revisado todo lo que se podía imaginar, y no había encontrado nada apropiado. En el Perú, sólo había una fábrica que se dedicaba a esta línea. Era una empresa norteamericana. Traté de introducirme en sus instalaciones por todos los medios. No fue posible hacerlo. La única vez que estuve cerca, con el pretexto de hacer una consulta de tesis con el responsable del área, me di con unas instalaciones subterráneas y totalmente selladas desde el exterior. Con eso no se avanzaba nada. Las consultas con el técnico gringo tampoco dieron mayores luces, pues además de no manejar bien el idioma, hablaba de instalaciones enormes que en nada semejaban a nuestras necesidades.
Aparte de estas preocupaciones, yo seguía con mi actividad de producción y comercialización de harina de yuca en la selva. Eso me permitía una gran movilidad y estar en todas partes.
Un buen día de esos, estando de visita en el Instituto de Investigaciones Agroindustriales, vi unos aparatos en los que se estaba secando linaza. Fue un amor a primera vista. Apenas vi esa máquina me enamoré perdidamente de ella. E intuitivamente me imaginé que ésa sería la solución para el secado del almidón. Me acerqué lentamente y primero la acaricié por todos lados cual si se tratara de una novia que hubiera estado esperando mucho tiempo. Luego procedí a tomar todas las medidas y todos los detalles de esta hermosa máquina.
Se trataba de una estructura larga de unos trece metros de alto. Una tubería de ocho pulgadas de grosor se alzaba unos trece metros del suelo, coronada por un cuello de cisne en la parte más alta. Los granos estaban impulsados por un potente motor Delcrosa de 6.4 caballos de fuerza, el mismo que se encargaba de impulsar un ventilador con cientos de metros cúbicos de aire. Este era extraído de un caldero de aire caliente, para tirarlo con fuerza a lo largo de la tubería, creando una turbulencia tal, que al término de su recorrido, el producto llegaba totalmente seco.
El producto final era recibido en un recipiente, herméticamente conectado al ciclón de recepción, eliminándose el vapor de agua residual, por la puerta superior del ciclón mencionado. Lo que permitía la turbulencia era un estrechamiento del tubo, en la parte inferior, muy cerca del ingreso del aire y del producto, el que se alimentaba por un costado del tubo.
Para mí era una ilusión muy grande. Si resultaba apropiado este aparato, el secado se convertiría en un juego de niños.
No teníamos el dinero suficiente para hacer una máquina de nivel tan sofisticado como la que vi. Pero a diferencia de ésta, hicimos una de planchas galvanizadas, adaptada para el fin que nos proponíamos. Para este propósito, como siempre lo hacíamos, se contrataron varios talleres para que cada uno de ellos hiciera la parte corres-pondiente a su especialidad.
Todo lo que eran planchas de metal, tuberías, conductos y otros, los hizo un gran hojalatero que tenía su taller por Breña, en las primeras cuadras de la avenida Venezuela. El gran taller de los hermanos, maestros Chuquichaico. Famosos no sólo en ese distrito limeño, sino en toda la Capital.
Los detalles mecánicos los hicimos con un verdadero artista del torno, el maestro Dorish. Este señor era una persona ya mayor, que había trabajado en sus buenos años con una empresa norteamericana. Dominaba el inglés a la perfección. Pero su principal cualidad consistía en que tomaba los trabajos difíciles como un reto personal. Ya no me acuerdo de la ocasión en que lo conocí, pero su dirección estaba anotada en mi libreta, con doble subrayado. Este amigo, tenía en el frontis de su casa un pequeño torno de un metro veinte. Era un taller muy modesto. Pero el hombre guardaba en su corazón, la fuerza de los grandes desafíos. Cuando le presenté el problema, lleno de indicaciones en inglés y otras en danés, que era el país de origen de la máquina, al momento le brillaron los ojos. Hacía un buen tiempo que no le llevaban asuntos difíciles, para los que él estaba preparado. En realidad, era como una biblioteca de conocimientos que estuviera enterrada por la suciedad de las máquinas, pero que apenas se le daba lustre, se podía ver lo que tenía dentro.
Con este amigo, don Leonidas Dorish, realizamos el proyecto casi imposible, de reconstruir la máquina de mis sueños. En total eran cientos de piezas, que había que construir una por una y luego ensamblarlas y probarlas. Sólo el ventilador, encargado de impulsar el aire, en la cantidad exacta de metros cúbicos, ya era todo un tema, con sus paletas, sus ejes, sus rodamientos, su chumacera, su motor conectado al eje en forma precisa y exacta. En fin. lo que se podía ver de la máquina en el Instituto era un treinta por ciento, en las múltiples visitas que le hacíamos a mi novia. El anciano maestro sólo sonreía cuando me veía acariciar la máquina, pero eso le permitía salir con renovados bríos, para hacerla tan perfecta como el original.
§ Confía en mí, amigo, me decía con cariño. Yo soy el responsable de entregarte el duplicado de tu novia, pero con el alma de ésta incorporada.
§ No te imaginas, Leonidas, le contestaba, no puedo ni dormir en las noches, es algo que jamás pensé que me podía pasar.
§ Yo te comprendo bien. Así es el amor. Cuando amas la vida, a tu familia, a tus semejantes, también puedes amar profundamente a una máquina, porque ésta representa en realidad todo lo que amas bien. Sin ir muy lejos, a mí me ha pasado.
§ Por eso me gusta estar contigo, viejito lindo, me triplicas la edad, pero me comprendes como si fueras mi hermano, y como si tuvieras mi edad.
§ La calidad del corazón no tiene edad, muchacho, simplemente está ahí y la vida nos junta, para compensarnos con un poco de esa alegría que vale más que cualquier oro.
Nos demoramos meses, pero trabajábamos con tal concentración, que nos parecía poco tiempo. Cada pieza terminada era ocasión de festejar, gozando con fruición de lo que hacíamos, y luego era guardada como un tesoro, esperando el momento de ocupar el lugar exacto que tenía en el plano.
Mientras tanto, en Andahuaylas nos esperaban con ansiedad, ya que se aproximaba la época de las lluvias. Estábamos cerca del final, ya que las otras partes se construían en otros talleres, con la supervisión del maestro.
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