lunes, 8 de octubre de 2007

La Danza de LOS MOLINOS

LA DANZA DE LOS MOLINOS

Era para volverse loco. Queríamos comprar una máquina simple, pequeña, para poder trabajar.
Habíamos recuperado un lindo terreno, que los viejos habían puesto en anticresis, cuando los tiempos se pusieron bravos y el sólo hecho de sobrevivir de por sí, ya era un milagro.
El padre, salió de su refugio a duras penas. Le habían quitado todo, los terrenos, las máquinas, todo. Pero tal vez lo más doloroso era que quisieron quitarle también la dignidad. Entonces, él se fue al pequeño refugio, que intuitivamente había reservado para una ocasión parecida.
El “Cojo[1]” maldito, había ordenado que se arrasara con todo. Pero no pudieron con el alma de la gente. Los lacayos, no consideraron nada. Pasaron por encima de la ley. Se metieron hasta con lo más sagrado y lo más íntimo del corazón.
El viejo quedó herido, con marcado de fuego, lacerado. Él no quería nada para sí. Pero sus hijos, lo más amado, quedaban en el desamparo. Él sin poder hacer nada, nada. Sólo quería darles una profesión, una herramienta para que se pudieran defender. Los más eran todavía chicos, unos niños.
En lo que sí había fallado, era en haberlos tenido tan apegados. Él mismo había sufrido tanto, que no quiso darles a ellos un trato rudo. Si lo hubiera hecho, si les hubiera exigido como a él le exigieron, estaría más tranquilo. Sabría que cada uno encontraría su camino. Pero tan protegidos eran, que ahora estarían desarmados, expuestos. Esa convicción le daba un dolor sordo y pesado.
Pero llegó la hora de los rescates, de darle vuelta a la página. A pesar de sus miedos, los hijos habían logrado sus metas, acomodar sus caminos. No todos, pero era bueno saber que la semilla había dado buenos frutos.
Los hijos nos habíamos reunido, y luego de recuperar el terreno, nos propusimos encontrar un negocio que pudiera mantener al viejo. Que la actividad no sólo le resolviera lo económico, sino que le ayudara a volver a la actividad a la que siempre había estado acostumbrado.
Cuando llegamos, vimos que había gran producción de papa. Todos los almacenes y recintos estaban llenos de papa. En los almacenes del gobierno, el tubérculo estaba al aire libre, en los pasadizos, en cualquier espacio libre y por último, en la calle.
Yo había estado trabajando en la selva. Me dedicaba a la industrialización de la yuca. Entonces, para mí no había cosa más lógica que ésta, si de la yuca se hacía una excelente harina, de la papa se podría hacer otro tanto.
Con esa idea, todos pusieron lo suyo y nos fuimos muy orondos a la casa que vendía equipos agroindustriales.
· -Sí, amigos, nos decía el vendedor de Alfa Laval, tenemos unos equipos pequeños, apropiados para vuestros deseos.
· -Eso es lo que queremos, por favor, vamos a verlos.
· -Estas centrífugas son las apropiadas, más aquel molino, lo demás vendrá apenas hagan vuestro pedido.
Al ver las máquinas, con su refinamiento y su acabado, ya nos pusimos en guardia. Los equipos que usábamos para la yuca eran muy sencillos, casi artesanales. Pero ya estábamos allí, y había que hacer la pregunta.
· Díganos el precio de todo en conjunto.... por favor.
· Es un precio muy asequible, señores. El conjunto de las dieciséis máquinas, no pasa de los ochocientos mil dólares.
· Ochi...... !Que...¡ Y mi hermano, disimulando, comentó.
· -Bueno..... es algo más de lo que habíamos pensado, pero...
· No se preocupen por nada, amigos, la instalación corre por cuenta de nuestros ingenieros, claro que pagando sus viáticos y otros costos.
· Muy interesante.... -Consultaremos con...
· Ni hablar, amigos, iré por el gerente y los papeles. Espérenme un momento.
Esta de más decir que mientras traía al gerente y sus papeles, nosotros pusimos pies en polvorosa. Mi hermano, todavía agitado, comentó en la calle.
· Juntando los ahorros de todos, no llegamos a los treinta mil dólares, ¿y este vendedor nos habla de ochocientos mil dólares?
· Bueno, nos ha pegado un buen susto. Pero qué se creen estos holandeses. Se trata de un poco de fierro, del que nosotros tenemos tanto. ¿Por qué quieren cobrar tanto?
· Es esa vaina que llaman tecnología, hermano. Estamos perdidos.
· No tanto, amigo. Es cierto que para la yuca no se requiere tanto, pero hacer almidón de papa no es tan diferente. Si vieras la cantidad de harina que hacemos en el monte.
· Yo no sé nada de este asunto, habrá que pensar en algo más sencillo para el viejo.
· Mira, won, ¿Cómo que no sabes nada. Acaso no te acuerdas como hacía la mandioca nuestra abuela?
· ¡Eso era otra cosa¡. Era mandioca para hacer sus bizcochuelos.
· Para tu información, chochera, lo que en la sierra se llama mandioca, es el almidón de papa. Y la cantidad que hacía la abuela, no me dirás que no era una cantidad industrial.
· Pues claro, porque ella lo hacía para su negocio. De su horno salían las galletas y los bizcochuelos para toda la ciudad.
· Viéndolo bien, ella fue la primera industrial de la familia, así que Ud. no se me amilane. La idea es hacer lo mismo que hacía la abuela, pero en forma maquinizada. Eso es todo.
· Lo pones muy sencillo, loquito. Si los gringos cobran lo que cobran, debe ser porque es recontratranca.
· Nada para asustarse, mano, esos bandidos, lo que hacen es ponerle foquitos y lucecitas de colores y a cobrar se ha dicho. Lo que más les cuesta es mantener a todos los zánganos que después nos venden sus espejitos de colores.
· Yo, de todas maneras me he comprometido a acompañar al viejo los dos primeros años, así que nada se pierde con probar.
· Así se habla, compañero.

No fue fácil el comienzo. Como cuando aprendemos a tocar guitarra, todo es un problema y pensamos que hay tantas dificultades que nunca lo lograremos. Una decisión importante fue la de hacer trabajo de equipo y repartirnos las responsabilidades. Cada uno cogería la parte a la que más afinidad tenía, pero sin dejar de colaborar con el que tenía un problema y necesitaba apoyo. Con el poco dinero que habíamos reunido, nos fuimos al taller de un amigo por Puente Piedra, y le planteamos el problema. Como ya nos había ayudado con otras máquinas para la selva, aceptó gustoso Diseñamos una maquinaria muy sencilla.
Constaba de un molino, una vibradora para separar el almidón de las fibras, con la ayuda de varias duchas. Todo el jugo se concentraba en dos grandes pozas. A éstas, las dotamos de unos agitadores simples para lavar el almidón. Luego se construyeron unas canaletas largas de dieciocho metros, que acondicionamos con simples canalones, para poder darles la inclinación adecuada que permitiera la sedimentación de la fécula. Ese era todo el secreto para la pureza del producto. Inclinar las canaletas con la graduación exacta. Si se hace bien, solo queda retenida la fécula, pasando por encima todas las impurezas. Si por casualidad se inclina unas décimas de milímetro más de lo indicado, se pierde toda la fécula. Es tecnología de lo más exacta, pero también de la más simple.

Era una plantita de lo más simple, que apenas nos costó unos cuantos miles de dólares. Cuatro mil, si mal no recuerdo. La principal inversión estaba en los motores y los rodamientos.
Dos meses nos demoramos, con mucho afán, en poner todos los equipos y máquinas en su sitio. Mi padre tenía gran expectativa el primer día que hicimos las pruebas. Pero seguro que comparaba las inmensas máquinas que él había manejado para moler la caña de azúcar, con estos sencillos equipos que habíamos instalado en calidad de prueba.
De allí le nacía una tremenda desconfianza, y daba vueltas y vueltas entre quienes estábamos afanados en dar los últimos toques, para dar inicio a las pruebas. No decía ni pío, pero en la cara se le veía el presagio de todas las derrotas.
Por fin llegó el día “D”. Prendimos las máquinas, de donde salió un líquido negro y sucio, que se concentró en las pozas. Sólo comentó.
· Ya sabía que todo esto era una vaina. Esto esta más negro que la difunta rata.
Dio media vuelta, se puso el sombrero y salió a la calle. No regresó hasta bien avanzada la tarde. Traía consigo todavía las sombras negras. Pero también un aire de resignación.
Cuando lo invitamos a visitar el salón de decantación, donde los operarios estaban recogiendo con unas paletas una especie de quesos blancos, se quedó desconcertado.
· ¿De qué se trata? ¿Qué son estos inmensos quesos que están recogiendo?
· Se trata del almidón concentrado, viejo, una vez debidamente secado y refinado, tendremos el mejor almidón del Perú, porque aquí se produce la mejor papa, no sólo del Perú, sino del mundo.
· ¿Pero cómo sabemos que es bueno?
· Pues sencillo, padre, toma esta lupa y trata de encontrar una sola basurita entre el material que tienes en la mano.
· Pues no se ve nada, solo granitos brillantes como perlas en miniatura.
· Eso es lo que son, viejo, perlas hermosas de la papa, perlas de la tierra más hermosa.
· Agárrenlo a este poeta, dijo el hombre, pero con toda la alegría que le regresaba lentamente al cuerpo y sobre todo, al alma
Esa noche durmió como un bendito. Y la verdad era que creía que se le habían deteriorado las ilusiones. Era muy poco lo que se podía hacer y que fuera rentable en ese pueblo pequeño en realidad, pero en donde todo parecía haberse hecho hace tiempo. Por eso esa noche pudo dormir bien, acompañado de la esperanza y de una sonrisa, que le venía sólo muy de vez en cuando, desde los días del despojo.
Para nosotros, ése fue el primer triunfo sobre las máquinas. Desde el tiempo remoto, en que ver la inmensa rueda hidráulica, que no sólo movía las tremendas bocamazas que se comían toneladas de caña, sino también parecían mover al mundo. Todo eso en su momento parecía inconmovible y sólido. Parte del orden establecido. Pero no era así. Desde entonces, le agarramos miedo a las máquinas, pensando que ellas eran las culpables de las desgracias.
¡No era así!. Tampoco era cuestión de dominar a las máquinas, de someterlas. Más hermoso era hacerlas tus amigas, tus aliadas. Así nos dimos cuenta de que el amor por las máquinas estaba refundido allí. En lo más profundo del corazón. No nos olvidamos de la alegría que nos producía danzar con y junto a las máquinas. Era una alegría pasar el tiempo viendo como una sola rueda grande, daba de comer a tanta gente que trabajaban como hormiguitas a su alrededor. Ellos le daban de comer con devoción, casi religiosamente, y la gran máquina se los devolvía con creces, en alimento y bienes.
Así descubrimos que las máquinas no son cosas muertas. Tienen vida en la medida en que nosotros les demos primero amor. Así, poquito a poco, les vamos trasmitiendo vida, de la nuestra. Descubrimos que podemos trasmitirles nuestras vibraciones, también nuestras ilusiones, esperanzas. Así, poco a poco, les vamos dando vida. Sino que lo digan esos torneros viejos, que embrujados por sus máquinas, por sus herramientas, se pasan la vida enamorados y no saben por qué no las pueden vender, cuando les hacen una buena oferta. Desde el primer momento, consideramos a las máquinas como parte de la familia. Les dábamos cariño, amor y hablábamos de ellas como otros miembros más. Y formaban parte de ella. Recuerdo que igual fue con la “Poderosa”, la camioneta Chevrolet de mi padre, que pasó de mano en mano, rescatándonos de la miseria y el abandono, cuando más lo necesitábamos. Ella se instaló en nuestras vidas desde el principio, y formó parte de ellas hasta que cumplió su misión y su destino. Murió como había vivido, luchando. Pero no sin antes haberse asegurado de que estábamos en el camino correcto.
[1] Se conocía como el “Cojo Maldito” a un General que gobernó Cholilandia.

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